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lunes, 3 de octubre de 2011

Santa Teresa: Niña y adolescente. (137)

Teresa nació el 28 de marzo de 1515 en Ávila, ciudad amurallada en la vertiente norte de la sierra de Guadarrama, baluarte de la cristiandad en la reconquista de España contra la invasión mahometana.

Fue su padre el noble castellano Don Alonso Sánchez de Cepeda, fervoroso defensor de la fe de sus antepasados que tenía una elevada concepción del honor y educaba a sus hijos con libros edificantes: vidas de santos y crónicas de los héroes medievales.

La madre de Teresa, doña Beatriz de Ahumada, observaba los deberes de madre y esposa como sus antepasadas, era hermosa y vivaz, confinada en su lecho frecuentemente, devoraba la novela del caballero Amadis de Gaula, que la llevaba a protagonizar aventuras mundanas por tierras lejanas en sus vigilias por insomnio.

Las historias ejemplares del padre y las novelerías de la madre formaron la despierta mente de Teresa y marcaron su personalidad con cierta dualidad, en la que las aspiraciones espirituales estaban combinadas con los intereses del mundo.

A los siete años, Teresa era una niña de imaginación viva que dirigía los juegos de numerosos hermanos y primos: campos de batalla donde piadosos caballeros luchaban valientemente contra los moros infieles o padecían la muerte de un mártir atado a una columna. La fantasía infantil de Teresa la llevó a identificar juego y realidad: convenció a su hermano preferido Rodrigo de 10 años para abandonar secretamente su hogar en dirección al país de los moros para sufrir la muerte de los mártires a manos de los infieles. Tomaron el camino de Salamanca hasta que un primo de su padre les encontró cuando caía la tarde y tenían los pies destrozados. Después de esta desafortunada aventura, Teresa imaginó un juego nuevo de “monjas y monjes” que sustituyó al de “cristianos y moros” que había sido el favorito. En el centro colocaban una capillita, en la que rezaban, permanecían en silencio y rechazaban todo alimento.

A los diez años, Teresa era una muchacha delgada de aire un tanto indómito, con profundos ojos oscuros y una expresión seria que suavizaba su sonrisa amistosa. Había hecho voto de que llegaría a ser realmente una monja y que induciría a sus hermanos y primos, con su ejemplo, a abrazar también una vida espiritual de renuncia al mundo.

A sus catorce años era ya una precoz señorita cuya belleza y jovialidad cautivaba a todo el mundo, quería agradar, ser cortejada y admirada. la severa etiqueta española no toleraba ningún contacto entre los jóvenes de distinto sexo, a no ser que fueran parientes. Ahora, el patio era el centro de reuniones juvenilesal que todos los “caballeritos” de Ávila deseaban ser invitados, para lo que tuvieron que descubrir parentesco con Teresa.

Teresa se enamoró por primera vez a los quince años, una prima mayor pasaba a hurtadillas los primeros billetes amorosos del admirador y organizó una cita secreta. Teresa estuvo a punto de sacrificar su virtud, pero su conciencia le llevó a confesar todo a su padre.

La madre de Teresa había muerto y María, la hija mayor de la primera esposa de su padre, estaba próxima a casarse. No había ninguna mujer madura en la casa que pudiera ayudar a la joven inexperta a evitar los peligros de la adolescencia.

Don Alonso decidió confiar el cuidado de su hija a las monjas agustinas de Ávila, un convento-escuela que conservaba la disciplina tradicional. Cuarenta monjas protegían la virtud y cuidaban del bienestar de las jóvenes pupilas. En vez de coqueterías y melindres debía haber rezo y relatos edificantes. Al principio, Teresa se sintió desgraciada en su piadosa prisión. Al cabo de pocas semanas, Teresa era la favorita de las monjas y un rayo de luz en los sombríos corredores del convento.

Y acabado el año de enclaustramiento, las buenas monjas trataron de inducir a Teresa a que tomara el velo. En época posterior confesó: “Era muy contraria a hacerme monja”.

Teresa acababa de cumplir dieciséis años. Había sido una muchacha sana, estaba llena de proyectos para cuando abandonara el convento, pero fue súbitamente vencida por la enfermedad. Comenzó por una extrema debilidad, un punzante dolor por todo el pecho que se extendió al abdomen, a los miembros y a todo el cuerpo. Las monjas pensaron que iba a morir, pero a los pocos minutos los dolores se apaciguaron inesperadamente. Poco después sobrevino otra vez el ataque, que se repitió muchas veces. Precisamente este mal espantoso iba a ser la primera fase de su santidad. Su tormento era el heraldo de una inopinada bienaventuranza. Teresa tenía que aprender a soportar su dolorosa enfermedad antes de que pudiera ser una predestinada de Dios.

Don Alonso la llevó de vuelta al hogar pensando que se restablecería fuera de la disciplina del convento, pero esto no sucedió. La casa ya no era la misma, estaba triste y sombría. La mayor parte de sus primos habían dejado Ávila para dedicarse al comercio en Sevilla, capital marítima del imperio, o siguieron a los conquistadores hacia países lejanos. De sus hermanos, sólo Lorenzo y Antonio, los más jóvenes, permanecían en el hogar. La mayor parte de sus amigas estaban casadas y vivían en otras ciudades. Juana, su favorita, había tomado el velo en Ávila.

Raquel, a Sofía y Blanca.

Fuente: René Fülöp-Miller. “Teresa de Ávila, la santa del éxtasis”. Espasa-Calpe