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miércoles, 2 de mayo de 2012

El PATRIOTISMO y la CRISIS Actual (360)

InfoCatólica
 José María Iraburu 
(21.04.12)  
–Me temo que hoy va a hablar usted de un tema que no conoce bien.
–Tranquilo. Tampoco lo conocen bien mis lectores.


Sabemos muy poco de economía. Un hermano mío economista decía que la política es cada vez más económica, la economía cada vez más complicada, y que cada vez son menos los que pueden opinar de política de forma responsable. Recortes, déficit público, prima de riesgo, IVA, IBEX, PIB, IRPF, deuda soberana, bolsa, Tesoro Público, mercados, bonos del Estado, etc. De cada uno de esos conceptos conocemos algo, un algo de contornos borrosos, pero que nunca acabamos de entender del todo. Y hemos de ser conscientes de que hablar tajantemente de lo que no se sabe es una forma de mentir. Por eso en lo que sigue no entro en modo alguno en consideraciones propiamente económicas, sino espirituales.
Entre todos hemos hecho un tremendo agujero negro en la economía. –Los políticos y economistas por incompetencia, demagogia, imprevisión, corrupción, ansia de llegar al gobierno o de permanecer en él, horror a las medidas impopulares, atracción por las acciones populares, aunque perjudiquen el bien común. –Los ciudadanos por avidez consumista, egoísmo, exigencias de mejoras, aunque no sean asequibles, sabiendo que los políticos ceden a sus presiones, huelgas salvajes, absentismo, evasión de impuestos. «Queremos un aeropuerto», «exigimos un polideportivo: ya», «es intolerable que las listas de espera», etc. Et sic de cæteris. Políticos y ciudadanos. Se juntan el hambre y las ganas de comer. Tienen un mismo espíritu. Socialistas y comunistas sobresalen en esa tendencia a exigir y a producir más gasto del posible. Pero no están solos.
Resultados. Nos dicen, por ejemplo, que la deuda de Radio Televisión Española asumida por el Estado supera los 7.000 millones de euros. No son capaces de hacer una Televisión pública de calidad, que sirva realmente al bien común; pero sí logran hacer una deuda de 7.000 millones. Más. Las facturas impagadas por las Comunidades autónomas suman 17.000 millones: es decir, que han estado gastando por esa cantidad, haciendo cosas, repartiendo subsidios, etc., sin tener fondos para ello. Por mil veces menos que por esas cantidades el administrador de una familia o de una empresa acaba multado o en la cárcel.

No se entiende. Los ciudadanos del común de mártires no lo entendemos. ¿Y los expertos economistas, y los inspectores de Hacienda, de Ministerios, Centros, Institutos, Comisiones, Estadísticas, etc. en dónde estaban? ¿A qué se dedicaban? No solamente es una enormidad lamentable: es que resulta ininteligible. No se entiende.

Y ahora a cada recorte, una protesta. Si recortan, por ejemplo, el presupuesto para carreteras, la Asociación Coordinadora de Federaciones de Automovilistas informará con indignación a la ciudadanía que esa medida producirá ciertamente un empeoramiento del estado de las carreteras (lógico) y un aumento de accidentes (evidente). Ahora bien, como los recortes presupuestarios afectan prácticamente a todos los sectores de la nación, se puede prever –ya lo estamos comprobando– que todos y cada uno de ellos, sucesivamente o en forma coral sinfónica, eleven clamorosamente sus protestas a lo largo del año o de los años: Educación, Sanidad, Empresas industriales, Comerciantes, Automoción, Investigación, Bibliotecas, Clubs deportivos, Escuelas agrícolas, etc.

Y lo mismo otros entes más reducidos: Orfeón de Hontanares del Rioquemado, ONG Amanecer africano, dedicada a difundir la ideología del género en Namibia, Ateneo San Braulio, Asociación de Guardabosques de Galicia, Cámara de arquitectos progresistas, Escuela de Teatro Moderno, Pro-música contemporánea (asociación benemérita, que tantos años lleva tratando de que nos guste la música que no nos gusta)… Todos, todos protestan enérgicamente, razonando minuciosamente las causas de su enojo. Y como altavoces de ese coro de protestas, Diarios, radios y televisiones, al servicio de sus clientes, colaboran a suscitar la resistencia de los ciudadanos contra el gobierno. El mensaje de cada día es constante: «Vamos mal, están empeorando todo, vamos a la ruina».

Y entre tanto aún hay gremios que exigen mejoras laborales. O que organizan huelgas salvajes, con piquetes informativos, que «informan» destrozando comercios y bancos o rompiendo lunas, con lo que consiguen graves perjuicios para una economía que está en la UCI y una baja notable de estimación en «los mercados». El espectáculo es patético.

Ahora bien, si los recortes son necesarios y urgentes, habrá que asumirlos como algo necesario para evitar la quiebra económica de la nación. «A grandes males, grandes remedios». Si a un peatón le pasa un camión por encima, no será suficiente para remediarle unas tiritas y una aspirina. Aunque apenas sepamos nada de economía, sí alcanzamos a entender que el enorme desastre de la crisis actual requiere operaciones quirúrgicas muy graves en la estructura de la economía. Y también es cierto, por otra parte, que siendo necesarias las medidas restrictivas traumáticas, convendría aplicarlas en primer lugar y con especial severidad a los bancos y al gremio de los políticos, especialmente dedicado a la procura del bien común. Pero esto no se está haciendo.

Se ha perdido la noción de nación. Casi ha desaparecido el sentimiento ciudadano de patria. Revive a veces escasamente en algunas competiciones deportivas internacionales, y en poco más. La progresía marca lo «políticamente correcto», y hace años que silencia el nombre de «España»: se limita a decir «esta País». Cada persona, familia e institución parece encerrada en la consideración de la situación propia, sin apenas referencia alguna al «bien común» de la nación. Las ideologías culturalmente predominantes, a partir del liberalismo secularizante, desde hace un par de siglos tratan de arrancar a las naciones de Occidente antes cristianas de sus raíces culturales, de su identidad histórica, y colaboran así, cada una a su modo, para destruir el concepto y el sentimiento de «patria».

Y cuando se niega prácticamente la noción de patria, los ciudadanos no son ya «personas», «ciudadanos» integrados en un cuerpo social orgánico, vivo, con una identidad nacional propia, con una tradición cultural que la configura y le permite crecer en líneas homogéneas. Son meros «individuos» numéricos, indiferentes al bien común, como no sea en la medida concreta en que afecte al bien propio. No son partes, todas trabadas entre sí, de la unidad de un árbol. Son briznas de yerba en un campo: todas iguales, yuxtapuestas, todas con una vida propia, no ligada a la vida de las yerbas vecinas: «cada hombre un voto». Y punto. Son masa, no son pueblo. Forman naciones desalmadas: sin alma. Manipulables.

Hay sucedáneos del patriotismo. El nacionalismo extremo es una degradación del patriotismo: es una deificación de la propia nación, con desprecio de las restantes, sobre todo de las más próximas, que causa violencias, corrupciones, terrorismo, guerras y exilios de los no-nacionalistas. Y por su parte, el internacionalismo de ningún modo sustituye al realismo sano del patriotismo nacional. Produce enfrentamientos irreconciliables con otros grupos de la misma patria, y causa solidaridades cómplices con otros grupos ideológicamente afines de otras naciones. Es una peste.

El Estado totalitario se impone por la fuerza en sectores cada vez más amplios de la vida ciudadana. El Leviatán político del Estado moderno –liberales, socialistas, marxistas, nazis, fascistas, dictaduras personales– aplasta de modo sistemático y progresivo el principio político de la subsidiariedad, uno de los más importantes de la Doctrina Política de la Iglesia. No solamente administra más de la mitad de la riqueza nacional, sino que la administra rematadamente mal. El Estado regula, recauda, controla, impone, orienta, domina, sujeta, financia, otorga, subsidia, entretiene y divierte, premia, prohibe, exige. El ciudadano ante él es un número, una cifra, un voto. Un voto eficazmente orientado por los poderes políticos y partitocráticos, bancarios y mediáticos, que para eso están.

Es verdad que la filantropía de los agnósticos y la caridad de los cristianos no llega hoy a extinguirse bajo esa losa estatal materialista y prepotente. Pero lo que hacen cuando organizan obras buenas –Cruz Roja, Caritas, Banco de Alimentos, ONGs y Fundaciones benéficas–, es encauzar la buena voluntad de no pocos «hombres», por mucho que en referencia al Estado sean ellos meros «individuos» numéricos. Movilizan «seres humanos», no en cuanto «ciudadanos» de un pueblo –que normalmente apenas existe–, ni tampoco en cuanto «individuos» de un Estado totalizante –que suele ser lo que hay–.
Los recortes del Estado totalitario son necesariamente traumáticos, aun en el caso de que técnicamente sean oportunos y exactos. Pero si los ciudadanos son «individuos» masificados, sujetos en gran medida al dominio del Estado, sin sentido de pueblo y de nación, no aportarán ninguna ayuda en la crisis de modo voluntario y gratuito. Solamente aceptarán –y con grandes resistencias– aquellos recortes que sean para ellos impuestos e inevitables. No tienen la menor idea del bien común, no lo conocen, no lo aman, no lo pretenden. Cautivos en su propio egocentrismo cultural, solamente pueden querer su propio bien. Si aún perduran en ellos algunos sentimientos altruistas, los tendrán en cuanto «seres humanos», no en cuanto individuos del Sistema anti-Patriótico.

Únicamente los ciudadanos que forman un pueblo y que son patriotas pueden hacer sacrificios voluntarios por su nación. En momentos de angustias económicas, de epidemias y desastres, de guerras, tienen alma para organizar colectas, mesas comunes, hospitales de campaña, cuentas bancarias especiales para recaudar fondos y mejorar la condición de soldados, huérfanos, pobres, viudas de guerra… Así ha sido siempre en la historia antigua, y hasta hace no tanto. Con ocasión de la I y II Guerra Mundial, y en otras guerras de esa primera mitad del siglo XX, se organizaron colectas, donaciones de joyas, cientos de iniciativas diversas para apoyar «la causa». Lo mismo sucedió en la Guerra Civil española del 36, y sucedió por los dos bandos.

Actualmente, después de ridiculizar el patriotismo durante tantas generaciones, cuando la madre Patria exige de sus hijos un esfuerzo heroico para librarla de la quiebra económica y del deshonor internacional, la inmensa mayoría le da la espalda, resiste la acción de los gobernantes –aun en el caso de que hayan sido elegidos en mayoría absoluta–, y trata de ponerse a salvo lo más posible de recortes y gravámenes, protegiendo «lo suyo» con mil veces más empeño que «el bien común» nacional. Es una gran vergüenza. Y es una gran vergüenza que puede llevarnos a la quiebra económica y al deshonor internacional.

La virtud del patriotismo es nieta de la virtud de la justicia, y es hija de la virtud de la piedad. Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles y a la tradición de la Iglesia, dedica al patriotismo una preciosa cuestión de la Summa Theologica (II-II,101).

En la encíclica "Sapientiæ christianæ" (10-I-1890) escribía León XIII: 

«Por ley natural se nos manda señaladamente amar y defender la patria en que nacimos y fuimos recibidos a esta presente luz, hasta punto tal que el buen ciudadano no duda en afrontar la muerte misma en defensa de su patria… El amor sobrenatural a la Iglesia y el afecto natural de la Patria, son dos amores gemelos que nacen del mismo principio sempiterno, como quiera que el autor y causa de uno y otro es Dios».

Por ley natural, efectivamente: el patriotismo está en la naturaleza social de todos los hombres. De hecho, todos los pueblos han reconocido en la historia como gran virtud el patriotismo, que pertenece a la virtud cardinal de la justicia, y es una forma de la virtud de la piedad: amor a la familia y amor a la patria. La persona humana no elige familia y patria, sino que nace de ellas y en ellas. El patriotismo está hecho de amor, justicia, gratitud, abnegación, servicio, entrega al bien común, por encima del bien propio en ciertos casos, fidelidad a la tradición y a los carismas peculiares que por don de Dios han configurado históricamente la identidad nacional.

Todas estas palabras suenan hoy estridentes en los oídos de los hombres 1º) porque hace muchos decenios que no las oyen, y 2º) porque llevan más de dos siglos educados en una cultura liberal, que arrasa los valores de la tradición y de la historia, desalmando a las naciones, haciéndoles renegar de sus propias raíces, y tanto más cuanto éstas sean más cristianas, mejor dicho, más católicas. Los países protestantes liberales pueden mantener un cierto patriotismo y adicción a su pasado. Los ingleses pueden mantener en las Cámaras políticas la presencia de sus Obispos, pueden continuar con sus trajes de gala tradicionales y cantar el himno nacional en cualquier evento notable, como en los grandes conciertos populares BBC Proms. Los estudiantes franceses o canadienses o suecos pueden en sus excursiones por otros países llevar en la mochila el escudito de Canadá o de Francia o de Suecia. Pero todo eso está negado a los españoles. Si éstos hacen lo que aquellos son tenidos por fachas impresentables.

Si el patriotismo está mal visto en las naciones modernas de Occidente, en España simplemente está prohibido. Y la razón –o una de las razones, pero la principal– es muy clara: la identidad histórica de España, desde los Reyes Católicos en 1500, más aún, desde Recaredo en el 600, está profundamente arraigada en la Iglesia Católica. Por tanto, si España quiere integrarse en el ámbito laicista y secularizado de Occidente, con todas las ventajas económicas y sociales, políticas y militares, debe necesariamente romper con su pasado en forma absoluta. Debe, más aún, renegar de él. La historia de la Civilización comenzó propiamente en la Ilustración. Por tanto, en los planes de estudio deben ser ignorados o ventilados en unas pocas clases los siglos más gloriosos de la historia de España: son la pre-historia.

Recortes y patriotismo. Crisis económica enorme del Occidente, especialmente agravada en algunas naciones, como España. La madre Patria llama silenciosamente a todos los ciudadanos para que, en conciencia, con trabajo, abnegación y sacrificio saquen adelante la prosperidad de la nación. Y halla que están todos sordos. Comprueba que solamente podrán los gobernantes procurar el bien común económico a golpe de leyes, restricciones e imposiciones obligatorias, teniendo un continuo clamor de protestas como fondo. Saben los gobernantes perfectamente quelos ciudadanos no darán sino lo que les quiten, y resistiéndose cuanto puedan. Aquí, en forma gratuita, voluntaria y patriótica, no hay quien arrime el hombro. Eso era antes. Eso lo hacían en tiempos de crisis los antiguos patriotas. Ahora ya no. Ahora «este País» no tiene alma nacional.

Bueno sería que la Iglesia predicara hoy con especial énfasis «la virtud del patriotismo», de la que muchos, sobre todo los jóvenes, no han oído hablar nunca. Lo más que han visto quizá es el letrero que hay o que había en los cuarteles de la Guardia Civil: «Todo por la Patria».
Cuartel de la Benemérita Guardia Civil