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miércoles, 7 de noviembre de 2012

Edades de la Historia de la Iglesia (618)

InfoCatólica
Blog "Reforma o Apostasía"
José María Iraburu 
(7.10.12)


–O sea que llegamos por fin al fin del Fin de la Cristiandad.
–Así vamos: el final de algo coincide siempre con el comienzo de algo nuevo.

Las Edades de la Historia de la Iglesia, como ya lo advertí (186), pueden ser divididas, y de hecho lo son, según criterios bastante diversos. Yo he seguido una división bastante simple, que va referida ante todo a la historia de la Iglesia en Europa: la edad Antigua (siglos I-IV), el milenio de la Cristiandad, es decir, la Edad Media (siglos V-XV), el final de la Cristiandad, que viene a ser la Edad Moderna, con el renacimiento y el protestantismo (XVI-XVII), la Descristianización en la Edad Contemporánea, con la ilustración y el liberalismo (XVIII-XIX), y en la Edad Actual (XX-XXI) la Apostasía de las antiguas naciones cristianas de Occidente, con la secularización y el laicismo.

Todas las divisiones que hacen de la historia los diferentes autores –también ésta que sigo yo–, ya se comprende, siendo tan diversas, tienen sus apoyos objetivos en ciertos acontecimientos históricos de gran importancia. La Edad Moderna, por ejemplo, unos la inician en 1453 (caída de Constantinopla, imprenta, inicio del humanismo y el renacimiento), otros en el descubrimiento de América (1492) y otros en la reforma protestante (1517). En el fondo no es tan importante la división de fechas, como la interpretación y valoración que de cada una de las Épocas se proponga.

La Edad Moderna, el Final de la Cristiandad, siendo en la historia de la Iglesia el comienzo de una gran crisis, muestra, como hemos podido ver y ahora sintetizo, muchos rasgos profundamente contradictorios, que luchan entre sí.

–Antropocentrismo y mundocentrismo. Es indudable que gana cada vez más adeptos la paganiza­ción de la mentalidad y de las costumbres, ya iniciada en el Re­nacimiento, sobre todo entre las clases altas. Éstas, sin embargo, todavía siguen dando vocaciones y santos: Borro­meo, Ignacio, Xavier, Borja, Gonzaga, Mogrovejo. Y se sigue predicando con frecuencia la referencia decisiva de la vida presente a la vida eterna. Pero los hombres mundanos y no pocos ca­tólicos comienzan a erguir su cabeza con soberbia, tratando de gozar del mundo sin refe­rencia a Dios, poseyendo las realidades presentes en forma autónoma, sin respeto a la soberanía de Dios y a su divinas leyes. La Ilustración y la Re­volución francesa radicalizarán sin tardar mucho estas posturas.

–El semipelagianismo va erosionando la verdadera doctrina de la gracia, siempre enseñada por la Iglesia. Al menos en ciertos autores y ambientes, a partir especialmente del P. Luis de Molina, S.J., la colaboración del hombre con la gracia se considera en clave predominantemente voluntarista, según unos planteamientos ascéticos, que siendo básicamente sanos y ortodoxos, están afectados más o menos por el in­genuo optimismo antropocéntrico propio de la época.

En el cristianismo va ocupando una importancia primaria la parte del hombre, su voluntad, su esfuerzo, con cierta devaluación de la gracia, de la parte de Dios. Van prevaleciendo los enfoquesmorales sobre los dogmáticos, y la soteriología, el negocio de la salvación, sobre la doxología, la glorificación de Dios. Se escribe mucho de ascética, y cada vez se entiende menos de mística y deliturgia, siendo ésta pura gracia. La alegría y la elegancia espiritual de la Iglesia antigua y me­dieval van disminuyendo en la época moderna y en el barroco. La vida cristiana se capta, en fin, con fre­cuencia más como un esfuerzo del hombre que como un don gratuito y continuo de Dios. Se va oscureciendo la verdad grandiosa de la gracia, que precede, acompaña y perfecciona todas nuestras obras, y que es Dios el que actúa en nosotros el querer y el obrar (Flp 2,13).

–Todavía, sin embargo, la Edad Media está viva y continúa fluyendo en la Edad Moderna el espíritu de la Cristiandad, es decir, los grandes pensamientos y caminos propios de la tradición anti­gua y medieval. Pero ya en formas renovadas, en las que se van mezclando las aguas turbias de una incipiente paganización de la existencia.

Sigue viva, por ejemplo, sobre todo en el pueblo senci­llo, la orientación final hacia la otra vida, la búsqueda de la salvación eterna, y la profunda conciencia de la necesidad de la gracia divina. Monjes y frailes, lo mismo que el pueblo cristiano, permanecen en buena parte tradi­cionales, a veces con modos nuevos. Todavía los hogares cristianos piadosos se asemejan a los conventos: libros de Horas y austeridad de costum­bres, oración y penitencia, obras de misericordia hacia pobres y enfermos, vida del Año litúrgico –Adviento, Navidad, Cuaresma, Pascua, etc.–, re­chazo de la vana y pecaminosa secularidad mundana.

–Todavía hay naciones profundamente cristianas, como España. Hoy, a los cinco siglos de su nacimiento pleno, con la incorporación del reino de Navarra (1512), conviene recordar que quizá no haya habido en la historia de la Iglesia ninguna nación que, en un siglo concreto, haya contado con un número tan elevado de santos como España. El diablo, ciertamente, no lo olvida. Y pone muy especial empeño en destrozar la nación más responsable de que hoy la mitad de la Iglesia Católica piense y rece, hable y escriba en español.

En la España peninsular, que entonces tenía ocho millones y medio de habi­tantes, los santos muertos o nacidos en el siglo XVI son muchos: el hospitalario San Juan de Dios (+1550), el jesuita San Francisco de Javier (+1552), el agustino obispo Santo Tomás de Villanueva (+1555), el jesuita San Ignacio de Loyola (+1556), el franciscano San Pedro de Alcántara (+1562), el sa­cerdote secular San Juan de Ávila (+1569) –hoy declarado Doctor de la Iglesia–, el jesuita Beato Juan de Mayorga y sus compañeros márti­res (+1570), el jesuita San Francisco de Borja (+1572), el dominico San Luis Bertrán (+1581), la carmelita Santa Teresa de Jesús (+1582), el franciscano Beato Nicolás Factor (+1583), el carmelita San Juan de la Cruz (+1591), el agustino Beato Alonso de Orozco (+1591), el franciscano San Pascual Bailón (+1592), el fran­ciscano San Pedro Bautista y sus hermanos mártires de Na­gasaki (+1597), el jesuita Beato José de Anchieta (+1597), el franciscano Beato Se­bastián de Aparicio (+1600), el beato Gaspar Bono (+1604), fraile de los mínimos, el obispo Santo Toribio de Mogrovejo (+1606), el franciscano San Fran­cisco Solano (+1610), el obispo San Juan de Ribera (+1611), el jesuita San Alonso Rodríguez (+1617), los trinitarios San Juan Bautista de la Concepción (+1618), San Simón de Ro­jas (+1624) y San Miguel de los Santos (+1625), la carmelita Beata Ana de San Bartolomé (+1626), los jesuitas San Alonso Rodríguez (+1628) y San Juan del Castillo (+1628), el domi­nico San Juan Macías (+1645), el escolapio San José de Cala­sanz (+1648), el jesuita San Pedro Claver (+1654), y la capu­china Beata María Angeles Astorch (1592-1665).

Y en la América cristiana, evangelizada fundamentalmente por España, florecieron también en el XVI no pocos santos y beatos: los niños mexicanos tlaxcaltecas Bea­tos Cristóbal, Juan y Antonio (+1527-1529), el mexicano San Juan Diego (+1548), el franciscano mexicano San Felipe de Jesús (+1597), la terciaria dominica peruana Santa Rosa de Lima (+1617), el jesuita paraguayo San Roque González de Santacruz (+1628), y el dominico peruano San Martín de Po­rres (+1639).

–La condición peligrosa y maligna del mundo se sigue captando con facilidad en esta época de la Iglesia (XVI-XVII). Lafuga mundi, aunque con acentos nuevos, sigue viviéndose en continuidad con la tradición católica, y consecuentemente surgen muchas vocaciones religiosas. Hay en el pueblo cristiano una convicción general de que el mundo, si no se convierte, se pierde: por eso las misiones se desarrollan tanto en este tiempo. Aunque aumentan en la época ciertos signos oscuros, y la Iglesia pierde en Europa no pocas regiones protestantes, sin embargo, el Reino crece y va iluminando al mundo, especialmente en el nuevo mundo de América. Y los maestros de la ascesis siguen haciendo planteamientos de rigurosa radicalidad evangélica.

Recuérdense, por ejem­plo, las normas que San Fran­cisco de Sales (+1626) da a los seglares sobre amistades y negocios del mundo, castidad y obediencia, pobreza real y aversión a todo lujo, vestidos y diver­siones, honestidad de casados y viudos, etc., normas todas ellas de absoluta exigencia (Introducción a la vida devota, III parte). La gran aceptación que recibieron sus escritos nos muestra que en su época tienen todavía, sin duda, en la Iglesia amplia audiencia las voces que orientan a los cristianos laicos por el camino estrecho que lleva a la vida.

Todavía en estos siglos es posible hablar de la maligna peligrosidad del mundo. Insisto en ello, por ser verdad tan oscurecida actualmente. De esa convicción nace 1) la necesidad de guardarse del mundo en la vida de cada día y 2) la necesidad de las misiones, de evangelizar el mundo, de cambiarlo con la gracia del «Salvador del mundo». Todavía, digo, puede denunciarse abiertamente el pecado del mundo. San Claudio la Colombière (+1682; blog 192): «la depravación es hoy mayor que nunca, y nuestro siglo parece corromperse cada vez más». San Luis María Grignion de Montfort (+1716; blog 193): a la derecha está Cristo con los suyos. Frente a Él y contra Él «a la izquierda, el bando del mundo o del demonio». Está viva la misma visión del mundo de un San Ignacio de Loyola (+1556, blog 188), expresada en su meditación de «las dos banderas». Es la misma visión de Cristo, de San Juan, de San Pablo.

–Se sigue valorando mucho la vida religiosa, esto es, los consejos evangé­licos –«si quieres ser perfecto…»–, y lógicamente son muy numerosas las vocaciones consagradas en vida contemplativa, apostolado, misiones, educación, asistencia a pobres y enfermos. Y algo que es muy importante: se sigue estimando que todo el pueblo cristiano debe imitar a los monjes y religiosos, en el sentido que ya expliqué (173-177). El Evangelio tiene en aquellos que han dejado el mundo para seguir a Cristo una realización más plena, fácil y segura del Evangelio, y también, por decirlo así, más visi­ble, porque la perfección de la vida religiosa es en lo interior y también en lo exterior. Ellos son, pues, ejemplo para todos los fieles.

Por eso nada tiene de extraño que algunos de los libros de espirituali­dad más leídos por toda clase de cristianos en la Edad Moderna sean, por ejemplo, La Imitación de Cristo (Tomás de Kempis, +1471) o el Ejercicio de perfección y virtudes cristia­nas (Alonso Rodríguez, S.J. +1616), grandes síntesis de la espiritualidad bíblica y tradicional.

–La expansión misionera es muy grande. Y ella pone a un mismo tiempo de manifiesto que en estos siglos se afirma todavía profundamente 1) la fe en el pecado original que afecta a todos los pueblos como enfermedad mortal; 2) la fe consecuente en la necesidad de Cristo Salvador y de su Iglesia; pero también 3) la gran fortaleza de las órdenes religiosas, que se pone de manifiesto, por ejemplo, en la formidable evan­gelización de América, imposible sin la salud espiritual de que go­zan en esa época franciscanos y dominicos, agustinos, mercedarios, jesuitas…

La enorme misión evangelizadora cumplida en los siglos XVI y XVII es debida principalmente a aquellos religiosos que, como los primeros Apóstoles, «dejándolo todo, siguieron a Cristo», para predicar el Evangelio y trabajar en la difusión del Reino. Con toda razón decía en 1588 el gran José de Acosta, S.J., brazo derecho de Santo Toribio de Mogrovejo, «nadie habrá tan falto de razón ni tan adverso a los re­gulares [religiosos], que no confiese llanamente que al trabajo y esfuerzo de los religiosos se deben principal­mente los principios de esta Iglesia de Indias» (De procuranda indorum salute V,16).

–Los sacerdotes seculares de la Iglesia, por su parte, pasan en estos siglos por una situación ambi­gua: el alto clero, de origen frecuentemente aristocrá­tico, se va mundanizando, en tanto que el bajo clero, gracias sobre todo al impulso que el Concilio de Trento da a la fundación de los Seminarios, se va dignifi­cando más y más.

La necesidad de santidad en el sacerdocio ministerial fue conocida desde el principio. Los pastores han de ser santos, «sirviendo de ejemplo al rebaño» (1Pe 5,3). La misma convicción se expresa en el Crisóstomo (Los seis libros sobre el sacerdocio), en Gregorio Magno (Regula pastoralis), y en tantos otros Padres. Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, que aprecia tanto la vida religiosa, enseña también claramente que «para el ejercicio idóneo del Orden no basta cualquier bondad, sino que se requiere una bondad excelente» (STh suppl. 35, 1 ad3m; cf. II-II, 184, 6 ad3m). El Concilio de Trento, en un decreto de reforma, ordena el establecimiento de Seminarios, procurando así que el pueblo pueda mirarse en los clérigos «como en un espejo, para imitarlos». Éstos han de guardar una vida interior y exteriormente santa, «evitando incluso los pecados leves, que en ellos serían mayores» que en los demás bautizados (1562: Sesión 22, dcto. de reforma 1). La dignificacion del clero, bajo el modelo y enseñanza de grandes maestros (Juan de Ávila, +1569; Antonio de Molina, +1612; Pedro de Bérulle +1629; Juan Jacobo Olier +1657; Vicente de Paul +1660; Juan Eudes +1680; Grignion de Montfort +1717) tiene suma importancia en esta Edad Moderna, en la que finaliza la época de la Cristiandad.

–La espiritualidad acentúa notablemente el valor principal de la perfección inte­rior, y por consiguiente la llamada de los laicos a la santidad. La perfección interior es aquella que se fundamentas en la abnegación y que, por la conformidad incondicional con la voluntad de Dios, se cumple en la plena caridad. Esta primacía de la interioridad, que ya estudiamos al recordar la enseñanza de Santo Tomás sobre la perfección cristiana (185), tiene en esta época afirmaciones muy valiosas y prácticas en los grandes maestros de la espiritualidad, como San Juan de la Cruz o San Francisco de Sa­les. Estos maestros espirituales de la Edad Moderna insisten me­nos que los antiguos o medievales en aquellos medios externos que el Evangelio y la tradición muestran como más idóneos en orden a la perfección espiritual, aunque en modo alguno los niegan o menosprecian.

–La autoridad pastoral aún se ejercita con energía. Cuando asoman en la Iglesia errores alarmantes contra la fe, la moral y la disciplina eclesial, los Obispos, el Papa, afirman con relativa facilidad su primacía sobre la autoridad académica de aquellos teólogos que enseñan falsedades. A diferencia de los protestantes, en el mundo católico todavía es patente que la autoridad docente de los Obispos, como sucesores sacramentales de los Apóstoles, es cualitativamente superior a la de los teólogos y demás eruditos. La tarea de éstos, sin embargo, no es ignorada o devaluada, y de hecho en esta época florecen las escuelas teológicas.

–Las leyes canónicas y litúrgicas de la Iglesia se consideran obligatorias en conciencia –la asistencia a la Misa dominical, por ejemplo–; no son meras orientaciones o consejos. Obispos y párrocos, como fieles pastores, con toda normalidad, exhortan a la fidelidad doctrinal y moral, que guarda a los fieles en la unidad de la Iglesia y en el buen camino, y corrigen con fuerza a quienes se desvían de la verdad y de sus deberes eclesiales. Y en casos extremos la Autoridad apostólicaexcomulga, si la salvación de la persona y la salud de la comunidad cristiana así lo exigen.

José María Iraburu, sacerdote
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