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lunes, 21 de enero de 2013

Falsificación Vaticano II: Tradicionalistas cismáticos, Modernistas y Apóstatas (723)


 InfoCatólica
Blog "Reforma o Apostasía"
José María Iraburu 
(204). Apostasía: De Cristo o del mundo-XLVI
(18.01.13)

–Yo sé de algunos que, viendo que se cita al Vaticano II, entrarán en tromba.
–Estoy preparado para recibirlos. Y también, si en algunos casos pudiera convenir, para cerrarles la puerta.

Termino mis consideraciones sobre el mundo secular de nuestro tiempo examinando lo que sobre él enseñó el Concilio Vaticano II, acerca del cual se han hecho muy falsas interpretaciones.

La falsificación del Concilio Vaticano II se inició durante su misma celebración. La mayor parte de los medios de comunicación y las ruedas de prensa y comentarios de algunos teólogos y Obispos progresistas consiguieron en gran medida que la difusión mediática de las enseñanzas conciliares estuvieran ampliamente dominada por la orientación modernista. De entre las muchas falsificaciones, una de las más patentes y de peores consecuencias fue la que interpretaba la doctrina del Concilio, concretamente la de la constitución Gaudium et spes (1965), como unareconciliación plena de la Iglesia con el mundo moderno.

Evidentemente esa intención y doctrina, que hubiera significado una renuncia al Evangelio y una ruptura con el Magisterio apostólico tradicional, era perfectamente ajena y contraria a la mente y voluntad de los 2.344 padres conciliares que dieron su voto favorable al documento, frente a 6 que lo dieron en contra.

Sin embargo, fueron muchos los que malinterpretaron ése y otros textos conciliares. Muy poco después del final del Concilio, señalaba A. Sigmond que «la primera impresión después del Concilio fue que la Iglesia quería redefinir su postura frente al mundo, al que ya no consideraba como adversario. No mostraba ya desconfianza hacia las realidades de este mundo. No se sentía amenazada por este mundo; al contrario, se sentía capaz de ayudarle con su contribución, y en consecuencia, podía reconquistar [en el mundo] un puesto digno de ella. Se habló, pues, de una nueva relación Iglesia-Mundo. Pero muy pronto (bien vite) se entendió que tal fórmula era falsa (maladroite)» (Dialogue dans un monde sécularisé, «La Vie Spirituelle» 120, 1969-1, 329). Muy pronto, también, se denunciaron las interpretaciones falsas del Concilio.

Pero éstas, difundidas por los modernistas, siguieron produciéndose y llegaron a predominar en los medios de comunicación e incluso en muchos teólogos hasta nuestros días. De tal modo que algunostradicionalistas radicales, que habían recibido y aún firmado los documentos conciliares, comenzaron a escandalizarse del Concilio, reprobándolo cada vez más abiertamente (el caso, por ejemplo, de Mons. Lefebvre y sus seguidores). Doctrinas conciliares como las referidas al mundo fueron consideradas por ellos completamente inadmisibles. Y rechazaron así frontalmente las enseñanzas del Concilio, entendiendo que había enseñado realmente las tesis falsificadas profundamente por los modernistas: Por fin la Iglesia había entendido que las pesimistas prevenciones de Cristo al enviar sus discípulos al mundo –«el mundo os odiará y os perseguirá» (Jn 15,19-20); «yo os envío como corderos en medio de lobos» (Lc 10,3)– eran falsas y completamente injustificadas. Sólo podían entenderse a la luz de una concepción triunfalista de la Iglesia y sumamente pesimista del mundo secular. En todo caso, aunque fuera con un gran retraso de veinte siglos, finalmente la Iglesia había logrado superar ese planteamiento erróneo, causa de tantos malentendidos y sufrimientos inútiles para los cristianos, y había aceptado el humilde oficio de co-laboradora del mundo.

El cese de hostilidades entre Iglesia y mundo establecido, de hecho, en muchos ambientes trajo consigo, lógicamente, una mundanización considerable de buena parte del pueblo cristiano, que lo llevó con frecuencia a la apostasía. Aquella primera interpretación falsa del Concilio ha marcado, pues, profundamente los 50 años del postconcilio. Para los progresistas esta reconciliación de la Iglesia con el mundo sigue siendo una doctrina «conciliar» evidente y de gran fuerza apostólica renovadora. Para los católicos tradicionales –es decir, los católicos, que para ser católicos han de ser siempre bíblicos y tradicionales– es una falsificación del Vaticano II, que trae consigo una mundanización lamentable de la vida cristiana. Y para los tradicionalistas es un escándalo insuperable, una ruptura obvia de la Iglesia con el Evangelio y el Magisterio tradicional, perpetrada por el Concilio Vaticano II.

Muchos manuales de espiritualidad postconciliares, concretamente –y gran parte de los teóricos dirigentes del campo de la pastoral–, suprimieron prácticamente «el combate espiritual» del pueblo cristiano con su mundo circundante. Desde la enseñanza de Cristo y de los Apóstoles (por ejemplo Mt 13,1-30; Ef 2,1-3), en la doctrina de los Padres y grandes maestros de la espiritualidad, la Iglesia ha considerado en tradición unánime que los enemigos del Reino de Dios entre los hombres son tres: demonio, mundo y carne –en este blog (160)–. Y hemos podido comprobar en la serie que vengo desarrollando, De Cristo o del mundo, que la Iglesia siempre ha enseñado la necesidad de vigilancia y de lucha frente al mundo secular, para no configurarse a él en ideas y costumbres (Rm 12,2), para poder librarse de su cautividad, y para mejorarlo y salvarlo, transformándolo con la gracia de Cristo Salvador. Esa misma doctrina se mantiene todavía en los manuales de espiritualidad más usados en la primera mitad del siglo XX, sea cual fuera el autor o la escuela espiritual.

La mantienen autores como Tanquerey, Compendio de teología ascética y mística (1923); Royo Marín, OP, Teología de la perfección cristiana (1968, 5ª ed.); Albino del Bambino Gesù, OCD (Roberto Moretti), Compendio di Teologia Spirituale (1966); Gustavo Thils, Santidad cristiana(1968, 5ª ed.); C. V. Truhlar, SJ, Structura theologica vitæ spiritualis (1966,3ª ed.); Ch. A. Bernard, SJ, Compendio di Teologia Spirituale (1973, 2ª ed.) y Teología Espiritual (1994). Después del Vaticano II, J. son pocos los manuales que siguen esa tradición; entre ellos, Rivera - J. M. Iraburu, Síntesis de espiritualidad cristiana (2008, 7ª ed.; orig. 1988). Todas estas exposiciones sistemáticas de la Espiritualidad cristiana, cuando tratan de los enemigos de la vida evangélica que han de ser superados con la gracia del Nuevo Adán, incluyen siempre, junto a la concupiscencia o «la carne», un capítulo sobre «el mundo» y otro sobre «el demonio». Puede decirse que, hasta el Vaticano II es ésta una distribución presente en casi todas las obras de espiritualidad más conocidas.

Por el contrario, la falsificación del Vaticano II ha traído consigo que en no pocos tratados actuales de espiritualidad tanto el «mundo», en cuanto adversario, como el «demonio», como enemigo de los hombres, son prácticamente ignorados o reducidos a mínimos vergonzantes. Algunos, es cierto, siguen hablando algo del mundo –del demonio nada–, pero casi solamente en términos de colaboración y de diálogo con él, silenciando por completo o minimizando la fuerte doctrina de Cristo sobre el mundo –la misma de San Juan y San Pablo, la mantenida por la Tradición–, incluso la rechazan, como felizmente superada.

El Concilio Vaticano II enseñó sobre el mundo secular una doctrina pefectamente católica, fiel al Evangelio y al Magisterio tradicional. En sus documentos, concretamente en la Gaudium et spes, se «desarrollan» doctrinas tradicionales, pero siempre en «continuidad» con el Magisterio apostólico precedente, nunca en «ruptura». Y así como desde el principio se difundió una interpretación falsa del Concilio en esta materia, también desde el primer momento se defendió una interpretación verdadera del mismo. Podemos verlo, por ejemplo, en un artículo del año 1965 escrito por el Cardenal Danièlou, uno de los principales teólogos del Concilio. En su estudio Mépris du monde et valeurs terrestres d’aprés le Concile Vatican II, resumía así la doctrina conciliar:

1º.–El Vaticano II afirma el valor del mundo, es decir, de las realidades terrestres seculares. El Concilio valora altamente la cultura científica y técnica, el progreso social y económico, las diversidades culturales de la humanidad, etc. Y es en este aspecto en el que el Concilio desarrolla la tradición cristiana anterior, marcando ciertos énfasis nuevos. En efecto, ante ciertas actitudes espiritualmente defectuosas de desconfianza o suspicacia excesivas ante el mundo visible, el Vaticano II hace notar cómo el aprecio supremo de las realidades eternas en forma alguna debe conducir al desprecio o a la indiferencia hacia las realidades temporales. Éstas, por el contrario, muestran precisamente toda su dignidad cuando son consideradas en relación a la vida eterna (421-424).

2º.–El Concilio, junto a eso, rechaza toda forma de idolatría del mundo y de los valores temporales. Esta idolatría, según Danièlou, toma actualmente dos formas principales: «un primer rasgo del mundo moderno consiste en hacer de la producción de bienes materiales el fin último de la existencia. Viene a ser el “materialismo práctico”. La abundancia de satisfacciones terrrestres insensibilizan a las realidades divinas». Éste es «el pecado del mundo», cuyo culmen histórico es el ateísmo de masas. Y como segundo rasgo, «la otra perversión del mundo moderno es la pretensión del hombre de bastarse por sí mismo, limitándose a sus propias posibilidades». También es ésta una forma de ateísmo (426).

Pues bien, entre lo que el Concilio aprueba y lo que reprueba del mundo secular, concretamente del actual, no hay contradicción alguna, según Danièlou: «Si los valores terrestres son la creación de Dios, el pecado del hombre ha hecho de ellos ídolos. Si el mundo moderno es el desarrollo de la creación, es también al mismo tiempo su perversión. Por eso el diálogo de la Iglesia con el mundo moderno es doble: total comunión con todo lo que en este mundo es desarrollo de la creación de Dios; y total denuncia de todo lo que en este mundo moderno está falsificado por el pecado del hombre» (424; subrayados míos).

Las enseñanzas del Concilio sobre el mundo secular son amplias, profundas y armoniosas, plenamente fieles a la tradición católica que desarrollan. Son falsas las interpretaciones que ven en ellas una «ruptura» con la Biblia y el Magisterio tradicional, lo que puede demostrarse por dos vías principales. –Es imposible que los padres de un sagrado Concilio ecuménico, por abrumadora mayoría, cambiaran o suprimieran una importante doctrina de la Escritura formalmente revelada y unánimemente enseñada por la tradición de veinte siglos. –El examen de los textos de ningún modo permite esas interpretaciones heréticas. El Vaticano II, concretamente la Gaudium et spes, es fiel a la enseñanza bíblica y tradicional respecto al mundo, como realidad grandiosa creada por Dios, al mismo tiempo marcada profundamente por el pecado, y necesitada del «Salvador del mundo» en forma absoluta.

Son varios los criterios que han de seguirse para interpretar con verdad un documento de la Iglesia, concretamente de un Concilio, el Vaticano II; y de ellos destaco tres. 1.–Conocer la mente e intención de los Padres autores del texto, que lo autorizaron con su aprobación. Las Actas conciliares, las objeciones y explicaciones en ellas recogidas, expresan esa mente e intención: qué quisieron enseñar y qué no quisieron decir. 2.–Interpretar un texto conciliar aislado a la luz siempre de la enseñanza del conjunto del Concilio. –Interpretar los textos conciliares, todos ellos asistidos especialmente por el Espíritu Santo, a la luz del Magisterio tradicional precedente, producido bajo esa misma asistencia. Es falsa, por tanto, toda interpretación que ignore lo que los Padres realmente pensaban y quisieron decir; que entiende ciertos textos aislados y oscuros en un sentido ciertamente incompatible con otros textos claros, contrarios y reiterados por el mismo Concilio; y que se atreve a afirmar interpretaciones cuyo contenido es incompatible con el Magisterio tradicional de la Iglesia. Digo lo mismo, muy brevemente, con un ejemplo. Afirmar, como se ha hecho, que el Vaticano II sustituye «la religión de Dios» por «la religión del hombre», decir que abandona el «teocentrismo» cristiano por un «antropocentrismo» inadmisible, apoyándose, por ejemplo, en algunas frases concretas (como «el hombre es […] el quicio (cardo) de toda la exposición que sigue», GS 3a), es una forma manicomiale de falsificar el Concilio Vaticano II.

La constitución Gaudium et spes, por ejemplo, es plenamente consciente de los graves males del mundo actual. Ella, centrada en el tema Iglesia y mundo, señala los efectos devastadores causados «con frecuencia» por el pecado en el mundo de hoy, que abruma al hombre con «muchos males» (13a). Hace ver que los hombres «con frecuencia fomentan [la libertad] en forma depravada» (17). Atestigua la difusión del ateísmo en proporciones nunca antes conocidas (19-20). Condena con energía «la autonomía de lo temporal» mal entendida, que se independiza de Dios (36c). Denuncia la distancia «cada día más agudizada» entre los pueblos ricos y los pobres (63). Enseña, en fin, consiguientemente que, desde los orígenes de la humanidad, se combate continuamente «una dura batalla» entre las fuerzas del bien y del mal (13b; 37b). El documento, pues, lejos de toda falsa positividad pelagiana, profesa con toda firmeza la necesidad de Cristo Salvador, el verdadero Hombre nuevo (22), el único que por su cruz y resurrección puede salvar a la humanidad de sus males (38), el Alfa y la Omega de toda la historia del mundo (45). Negar el «teocentrismo y cristocentrismo» del Vaticano II y acusarle de «reconciliación ilícita con el mundo» es calumniar el sagrado Concilio Ecuménico XXI.


El Catecismo, fiel al Vaticano II, y citándolo, enseña sobre esa relación Iglesia-mundo: «Esta situación dramática del mundo, que “todo entero yace en poder del Maligno” (1Jn 5,19; cf. 1Pe 5,8), hace de la vida del hombre un combate: “a través de toda la historia humana se extiende una dura batalla contra los poderes de las tinieblas que, iniciada ya desde el origen del mundo, durará hasta el último día, según dice el Señor. Inserto en esta lucha, el hombre debe combatir continuamente para adherirse al bien, y no sin grandes trabajos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de lograr la unidad en sí mismo” (Vat. II, GS 37b)» (Catecismo 409).

Quienes afirman (los modernistas y los tradicionalistas cismáticos) que el Vaticano II ha cambiado la doctrina de la Iglesia sobre el mundo enseñada por la Biblia y la Tradición no pueden hallar fundamentos doctrinales en los documentos conciliares, como no sea malinterpretándolos. Para conseguirlo necesitan agarrarse a algunas frases sueltas de los textos, en ocasiones realmente desafortunadas, como ya vimos en otra ocasión (24) –cosa nada extraña en un Concilio que produce un libro de 500 o 700 páginas–, entendiéndolas de mala manera, y realizando de ellas una interpretación obviamente ajena a la mente e intención de los padres conciliares, contraria al conjunto documental docente del Vaticano II, e inconciliable con el Magisterio apostólico precedente.

Es cierto que puede hallarse –mejor, que se halla– una «apertura al mundo» inadmisible en los alrededores del mismo Concilio, e incluso en la mente personal de algunos de sus Padres, y por supuesto en no pocas teologías y medios de difusión que después del Concilio se alejaron más y más de la ortodoxia. Pero éste es un proceso, como ya hemos visto ampliamente (186-197ss), iniciado varios siglos antes del Vaticano II, y eclosionado en el siglo XX, sobre todo en las naciones cristianas más ricas.

También es cierto que «el talante anímico» de no pocos Padres conciliares, en el marco esperanzador que siguió a la II Guerra Mundial, adolecía de un ingenuo optimismo en relación al mundo, que pronto habría de verse desengañado en un ambiente de apostasía creciente y de persecución cada vez mayor del cristianismo en Occidente. Esto es solamente, sin embargo, unaanécdota histórica, bastante lamentable, por cierto. Pero la verdad auténtica de los documentos del Concilio Vaticano II no la hallamos ni en sus alrededores profanos mediáticos, ni tampoco en el ánimo –por otro lado difícilmente verificable– de una parte de los Padres conciliares. La verdad auténtica del sagrado Concilio Ecuménico Vaticano II está expresada en sus propios documentos, aprobados masivamente bajo la asistencia del Espíritu Santo, que asegura la indefectibilidad de su Iglesia, una, católica, apostólica y romana.

Las desviaciones mundanizantes postconciliares son pronto combatidas por la Iglesia. Pablo VI hubo de reprobar, concretamente en la relación de la Iglesia con el mundo, muchos errores que eran presentados como recibidos de la escuela del Concilio o, como tantas veces se ha dicho, propias del espíritu del Concilio. El Papa econoce claramente la existencia amplia de esos errores dentro de la Iglesia, pero hace ver que ellos con contrarios al Magisterio apostólico, y no proceden del propio Concilio, sino de errores de los teólogos y de relajamientos morales lamentables de pastores y fieles. Dice Pablo VI:

«Hemos sido quizá demasiado débiles e imprudentes en esa actitud a la que nos invita la es­cuela del cristianismo moderno: el reconocimiento del mundo profano en sus derechos y en sus valores; la simpatía incluso y la admiración que le son debi­das. Hemos andado frecuentemente en la práctica fuera del signo. El contenido llamado permisivo de nuestro juicio moral y de nuestra conducta práctica; la transigencia hacia la experiencia del mal, con el sofisticado pretexto de querer conocerlo para saber­nos defender luego de él…; el laicismo que, que­riendo señalar los límites de determinadas competen­cias específicas, se impone como autosu­ficiente, y pasa a la negación de otros valores y de otras realida­des; la renuncia ambigua y quizá hipócrita a los sig­nos exteriores de la propia identidad religiosa, etc., han insinuado en muchos la cómoda persuasión de que hoy aun el que escristiano debe asimilarse a la masa humana como es [algunos dirán que esto viene exigido por la ley de la encarnación], sin tomarse el cuidado de marcar por su propia cuenta alguna dis­tinción, y sin pretender, nosotros cristianos, tener algo propio y original que pueda frente a los otros aportar alguna saluda­ble ventaja».

«Hemos andado fuera del signo en el conformismo con la mentalidad y con las costumbres del mundo pro­fano. Volvamos a escuchar la apelación del após­tol Pablo a los primeros cristianos: “No queráis con­formaros al siglo presente, sino transformaos con la renovación de vuestro espíritu” (Rm 12,2); y el apóstol Pedro: “Como hijos de obediencia, no os conforméis a los deseos de cuando errábais en la ig­norancia” (1Pe 1,14). Se nos exige, pues, una dife­rencia entre la vida cristiana y la profana y pagana que nos asedia; una originalidad, un estilo propio. Digámoslo claramente: unalibertad propia para vivir según las exigencias del Evangelio». Actualmente es necesaria unaascesis fuerte, «tanto más oportuna hoy cuanto mayor es el asedio, el asalto del siglo amorfo o corrompido que nos circunda. Defenderse, preser­varse, como quien vive en un ambiente de epidemia» (Aud. gral. 21-11-1973).

Este lenguaje de Pablo VI, autorizado intérprete del Concilio, es el lenguaje bíblico y tradicional, el de Cristo y sus apóstoles, el de todos los santos. Es el mismo que Pablo VI expresa cuando previene a la XXXII Congregación General de la Compañía de Jesús ante ciertas actitudes peligrosas, que «pueden degenerar en relativismo, en conversión al mundo y a su mentalidad inmanentista, en asimilación al mundo que se quería salvar, en secularismo, en fusión con lo profano» (3-XII-1974).

El Occidente des­cristianizado ha consumado en la práctica, e in­cluso en la teoría, una conciliación pacífica entre los cristianos y el mundo moderno vi­gente, tal como es. En no pocas Iglesias locales de Occidente esa mundanización generalizada del pueblo cristiano ha ido adelante en formas graduales apenas perceptibles, paso a paso, pero cada vez más aceleradas, estimuladas con frecuencia por la intelligentsia eclesial, que interpreta esta derrota como si fuera una victoria, una superación del cristianismo anterior. Y finalmente, por ese camino, la mundanización plena conduce a la apostasía.


Ya los cristianos no quieren seguir siendo en el mundo ni un día más «corderos entre lobos»: prefieren ser lobos entre lobos, sin sufrir ya persecución de éstos. No se sienten en este mundo pervertido como «forasteros y extranjeros», sino como peces en el agua. Y esta «conversión al mundo», como ya he señalado, ha sido realizada por los cristianos precisamente cuando el mundo de Occidente se halla más corrompido que nunca, en su pensamiento y en sus costumbres. Pero no hay en ello ninguna paradoja inexplicable, pues la pésima corrupción actual del mundo en Occidente «consiste» precisamente en la apostasía de los pueblos que antes eran cristianos.

Ésta es la verdad, sin duda. Pero ¿conviene decirla abiertamente?… Ya hemos visto lo que el Vaticano II dice de los males del mundo actual, y ya hemos recordado también los diagnósticos de los Papas últimos (202). ¿Conviene decir esas verdades públicamente?… Es evidente que la proposición de cualquier verdad, en su modo y frecuencia, debe ir siempre regida por la prudencia de la caridad pastoral: «yo, hermanos, no pude hablaros como a espirituales, sino como a carnales, como a niños en Cristo. Os di a beber leche, y no os di comida porque aún no la admitíais» (1Cor 3,1-2). Ahora bien, con todas las prudencias que sean necesarias en la afirmación de la verdad, es indudable que los cristianos de Occidente «deben hoy saber» que viven en un mundo secular perverso, alejado de Dios y de la verdad, profundamente en sus costumbres. Sería criminal mantener a los cristianos en la ignorancia de esta realidad, más aún, inducir en ellos un juicio de la situación histórica presente gravemente erróneo. Las consecuencias serían –son– extremadamente negativas. Pero no lo sabrán si no se les dice la verdad; más aún, si se les dicen mentiras.

Es el conocimiento de la verdad, también el de la verdad histórica, el que nos hace libres (Jn 8,32). Sólo conociendo la verdad del mundo en que vivimos podremos los cristianos mantenernos en una actitud vigilante, sin caer en sus trampas mentales o conductuales. Sólo así podremos con Cristo, Salvador del mundo, evangelizar y salvar al mundo: ésa es la forma cristiana auténtica de compadecerse de él y, al mismo tiempo, de vencerlo. Sólo así podrán los laicostransformar realmente el mundo en sus ideas y costumbres, en sus leyes, en su cultura y su arte, en su vida social y política. Sólo así podremos evitar esa nefasta conformidad con el mundo, que hace de los hijos de Dios hijos del siglo.

Y digámoslo de paso, sólo así podrán las Iglesias locales recuperar su normal fecundidad en vocaciones sacerdotales y religiosas. Es muy comprensible que ningún ciudadano, ni siquiera aquel que sienta una clara vocación militar, quiera ser capitán de un ejército que renuncia a combatir, no solo por cobardía, dando siempre por inevitable la derrota, sino por convicción ideológica. A un ejercito que estima justo, equitativo y saludable que el mundo se sujete no a Dios, Señor del cielo y de la tierra, sino a la Bestia secular, que ha recibido del Dragón infernal todo su poder.

El mundo está corrompido en sus pensamientos y caminos, y sin Cristo no puede dejar de estarlo, no puede liberarse de esa cautividad del Padre de la mentira y del pecado. A veces será bastante decir esto muy poco, pero hay que decirlo. E incluso a veces ni es preciso decirlo: basta saberlo, basta pensarlo, mejor aún, basta creerlo de verdad, pues las palabras y acciones que brotan de esa fe expresarán ya esa convicción de modo implícito, el más eficaz muchas veces para dar testimonio de la verdad.
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