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domingo, 24 de noviembre de 2013

Francia, progenitora de la Revolución liberal-masónica: Católicos piden la separación de Masonería y Estado (1078)



InfoCatólica-J,J.Esparza/La Gaceta 
(14/10/2013): 

La MASONERÍA dicta la política educativa y social en Francia. El primer ministro Hollande impone la LAICIDAD en la ESCUELA, copiada de la masonería hasta en el argumentario. Así es la norma que impone en los colegios franceses la llamada “carta de laicidad en la escuela”, una ocurrencia del gobierno Hollande que data del invierno pasado y que ahora, exhumando hemeroteca, acaba de constatarse que es recomendación directa y pública del Gran Oriente de Francia por boca de su gran maestre Jean-Michel Quillardet.
La intimidad de los gobiernos franceses con el ambiente masónico es bien conocida; la del actual gobierno socialista es más que conocida, promiscua, hasta el punto de que una de las ideas clave de las últimas elecciones internas en el Gran Oriente –LA GACETA lo contó– fue precisamente la de borrar esa imagen de identificación plena con el actual gobierno francés. Los sectores cristianos han pedido, con ironía, que al igual que se ha impuesto la separación entre la Iglesia y el Estado, se imponga de una vez la separación entre la Masonería y el Estado.

Catecismo laicista: El objeto de la polémica, la “carta de laicidad en la escuela”, es un documento doctrinal que ha de difundirse en todos los centros de enseñanza. No se trata tanto de una ley como de una directiva. En Francia existe ya una ley a ese respecto que fue aprobada en tiempos de Sarkozy para marcar distancias con el multiculturalismo y atajar el exceso de presencia religiosa musulmana en las instituciones públicas. Esa norma regula precisamente la laicidad en los servicios públicos –entendiendo por tales los centros de carácter oficial– y, a la vez que reconoce la libertad de culto y acepta la práctica religiosa, limita su exhibición en determinados servicios sensibles. Como se recordará, esta “carta de laicidad” vino a consecuencia de las polémicas por el uso de velos islámicos en la vía a través del descubrimiento de la laicidad, mi objetivo es reconstruir lo público entre todos los alumnos de Francia. Este será mi trabajo, mi obsesión como ministro de la Educación nacional pública. Sarkozy amparó en su momento un concepto de “laicidad positiva” que expuso ante Benedicto XVI en un sonadísimo discurso y que fue unánimemente elogiado en círculos católicos. La nuez de su filosofía era esta: la República es laica, pero la práctica religiosa enriquece la vida social.

Lo que ha hecho el gobierno socialista es dar la vuelta a esa filosofía: sin desterrar la vida religiosa, se trata de reducirla cada vez más al ámbito privado poniendo el acento en la laicidad de la República. El objetivo de la nueva “carta de laicidad”, defendida ante la Asamblea en diciembre pasado, es inculcar en los alumnos ese concepto. Así lo expresaba el ministro de Educación, Vincent Peillon: “Deseo que se redacte una carta de laicidad a la atención de los alumnos. Hay una fuerte demanda en las escuelas. Esta nueva carta deberá dedicarse, con definiciones simples y cortas, a explicitar las nociones de laicidad y ciudadanía en un lenguaje comprensible para los alumnos. Se colgará como cartel en cada centro y podrá adjuntarse al reglamento interior. A través del descubrimiento de la laicidad, mi objetivo es reconstruir lo público entre todos los alumnos de Francia. Este será mi trabajo, mi obsesión como ministro de la Educación nacional”. Cabe añadir que Peillon es autor de dos libros de título transparente: La Revolución francesa no ha terminado (Le Seuil, 2008) y Una religión para la República: la fe laica de Ferdinand Buisson (Le Seuil, 2010).

En este discurso de diciembre de 2012 citaba de pasada el ministro Peillon la inspiración de un tal Jean-Michel Quillardet y el ejemplo de la carta de laicidad en los servicios públicos. Y bien, ¿quién es ese señor Quillardet? Un relevante miembro de la masonería francesa, ex gran maestre del Gran Oriente, que tres meses antes del discurso gubernamental publicaba en su blog Republique, justice, franc maçonnerie la siguiente propuesta: “Concebir una carta de la laicidad en el seno de la escuela de la República, a imagen de la carta de los servicios públicos, que podría adjuntarse al reglamento interior de cada centro, colgada en carteles en los establecimientos escolares y, al principio de cada curso, leída y comentada por el profesor en las escuelas”. En definitiva: la Masonería dicta la política educativa y social del gobierno Hollande.

Este asunto de la laicidad va dando sus pasos, y de hecho el ministro del Interior, Manuel Valls, acaba de presidir esta semana una fastuosa ceremonia con motivo de la entrega de los primeros “diplomas de laicidad”, otorgados por el gobierno a los funcionarios públicos y a los representantes religiosos de cualquier confesión que cubran los cursos de adoctrinamiento ofrecidos por el Estado en esta materia. Esta primera promoción de “líderes laicos oficiales” consta de veintiocho personas entre los que hay agentes del estado, clérigos cristianos e imanes musulmanes. Para cubrir los cursos –doscientas horas lectivas– el Gobierno ha financiado a docentes de la universidad de Lyon III, de la universidad católica de esa ciudad y del Instituto Francés de Civilización Musulmana, dependiente de la gran mezquita lionesa. El objetivo gubernamental, según el ministro Valls, es que todos los líderes religiosos pasen necesariamente por estos cursos.

Mientras el gobierno socialista sigue adelante con su política laicista radical, los sectores sociales católicos reaccionan cerrando filas. Ocurre que esta ofensiva socialista coincide con diferentes medidas para suprimir fiestas cristianas y, aún peor, con una oscura cadena de profanaciones en cementerios.

Así la asociación Civitas ha convocado para el próximo domingo en París, en la Avenida Victor Hugo, una marcha contra el anticristianismo y contra la política antifamiliar. El pasado martes la policía de Manuel Valls volvía a intervenir con contundencia inusitada contra una concentración pacífica de ciudadanos que protestaba a favor del matrimonio natural. Quizá sea verdad lo que dice el libro del ministro Peillon: la revolución francesa no ha terminado.



La mayoría de los historiadores e intelectuales españoles siguen comulgando con la interpretación jacobina y progresista de la Revolución Francesa (1789). 

Su primer gran crítico y desmitificador fue el irlandés Edmund Burke (1729 – 1797), genial ideólogo del pensamiento liberal-conservador, cuya heredera intelectual fue la primer ministro Margaret Thatcher, que pensaba que los Derechos Humanos habían ya sido proclamados por John Locke (1632 – 1704), filósofo inglés del empirismo y fundador del liberalismo. Por el contrario, Carlos Marx reconoció a la Revolución Francesa como su principal fuente de inspiración. La persistente mentira de la R.F. sitúa su inicio el 14 de julio con la toma de la Bastilla. La Declaración de Derechos Humanos estableció las libertades burguesas y la igualdad, la Ilustración como fuente de las leyes y la convivencia y la separación de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial) que nunca se cumplió. 

Los clubes revolucionarios proliferaron, el más célebre y radical fue el de los jacobinos, y las logias masónicas fueron la principal fuente de dirigentes de la revolución. La Constitución (1791) sustituyó a la nobleza en el poder por la burguesía, nacionalizó (robó) los bienes de la Iglesia, creó la Guardia Nacional como garantía armada de la revolución, concedió el voto a cuatro de los veinticinco millones de ciudadanos, impulsó la secularización mediante la “constitución civil del clero” que exigía la elección popular de obispos y párrocos, con obligación de casarse. 

Las masas revolucionarias asaltaron el palacio real de las Tullerías, instigadas por Dantón y Robespierre. La Convención, dominada por abogados y banqueros masones, proclamó la República y declaró la guerra a Austria y Prusia. 

Los reyes de Francia, Luis XVI y María Antonieta de Austria fueron condenados y guillotinados (1793) por una exigua mayoría de votos en la Convención. Fue un asesinato legal. La guerra civil estalló formalmente en la Vendée, región occidental al sur de París, donde el pueblo se sublevó masivamente en defensa del rey y de la religión. Los jacobinos se impusieron a los girondinos en la Convención, que entregó el poder a un “comité de salud pública” dirigido dictatorialmente por un energúmeno iluminado y masón, Robespierre, que implantó el Terror (octubre de 1793 a julio de 1794). Fue un periodo sangriento de arbitrariedad totalitaria que causó más de 40.000 víctimas, sin contar el Genocidio de la Vendée (más de 300.000 católicos asesinados). 

Es la verdadera historia de la primera “democracia” nacida en Europa con los ideales de libertad, fraternidad e igualdad, ninguno de los cuales se cumplió. La era napoleónica (1799-1815) es la etapa imperial de la R.F. que esclavizó a los pueblos de Europa, provocando millones de muertos. 

La Revolución Francesa no fue el movimiento popular que se nos quiere certificar: sólo el 2% de la población apoyaba a los dirigentes ilustrados y masónicos, cuyo principal objetivo revolucionario era desmantelar el poder social de la Iglesia Católica, a la que estaba vinculada el 80% de la población. Los más bellos monumentos religiosos del arte románico y gótico fueron destruidos o expoliados. Ninguna guerra moderna ha aniquilado tantas riquezas. 

Cuando se aplicó la “constitución civil del clero” sólo la juraron cuatro obispos (de 136) y el 44% de los curas, que se retractaron en muchos casos. No jurar significaba la pérdida del empleo, de la libertad e incluso de la vida. Miles de ellos murieron en una de las peores persecuciones religiosas de la historia.

Francia había alcanzado en 1789 a Inglaterra en renta por habitante, que cayó un 65% en 1799. Diez años de revolución, el uso del papel moneda y las grandes matanzas degradaron definitivamente la economía francesa respecto a Inglaterra. En cuanto a España, la derrota naval en Trafalgar (1805) frente a Inglaterra, por la alianza de Carlos IV con Napoleón y la invasión francesa (1808-1812), aceleraron irreversiblemente la pérdida de nuestro Imperio y la decadencia. 

Además, las ideologías masónicas de la Revolución Francesa sembraron la mortal división de las “dos Españas”, una catástrofe histórica cuyas consecuencias hemos vivido en la II República (1931-1939) y llegan a nuestro tiempo con la social-masonería de Zapatero que soñó con una III República confederada anticlerical.

Fuente: Ricardo de la Cierva. Misterios de la Historia (1990)