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martes, 21 de enero de 2014

Concilio de TRENTO: 450 aniversario de un concilio tan fundamental para la Iglesia Católica como poco recordado (1171)





Entiéndasenos bien: no discutimos la trascendencia de esta magna asamblea llevada adelante por el beato Juan XXIII y el venerable Pablo VI, pero sí creemos que es necesario redimensionarla de acuerdo con su naturaleza eminentemente pastoral y en la perspectiva de la continuidad con la tradición marcada por los veinte concilios anteriores (como por otra parte han puesto de manifiesto los papas Benedicto XVI y Francisco). Si se nos permite la comparación, en Trento la Iglesia tuvo que reconstruirse y dotarse de una fuerte estructura que le permitiera seguir en pie con renovada solidez tras el terremoto de la revolución protestante; en el Vaticano II se trataba más bien de un remozamiento impuesto por el paso del tiempo, el cual exigía quizás el sacrificio de algún elemento arquitectónico (incluso valioso), pero no tocaba la estructura. Pero entremos en materia.



Cierto es que a la contestación radical de la Iglesia de Roma por parte de los novadores del siglo XVI dio pábulo un estado de cosas nada lisonjero: papas mundanos, clero aseglarado, abuso de lo sagrado, superstición popular y un largo etcétera. Pero tampoco hay que cargar demasiado las tintas: no todo el panorama era tan sombrío. La santidad sabía abrirse paso y la Iglesia nunca dejó de ser el auxilio de los necesitados y el consuelo de los afligidos. Su gran red de beneficencia resistió los más duros embates y a las más sangrantes contradicciones. Los antecedentes de esta grave crisis hay que buscarlos en el “otoño de la Edad Media” (como lo llamó Huizinga), en la desorganización de un mundo tenido por acabado y perfecto, en el que cada cosa tenía su lugar según una jerarquía rigurosa e inmutable. La ruina de la supremacía papal medieval (abatida por la Francia de Felipe el Hermoso, precursora de los Estados-nación) redujo al Romano Pontífice a la condición de uno de tantos príncipes italianos, más preocupado por la política temporal que por el interés general de la Cristiandad; el Cisma de Occidente –que enfrentó hasta a tres papas simultáneos– favoreció el conciliarismo y las tesis que ponían en tela de juicio la autoridad primada del Vicario de Cristo; la decadencia de la Escolástica (convertida en un vano debatir académico) desvalorizó la teología; la Peste Negra diezmó también gravemente al clero tanto secular como regular, cuyos efectivos fueron reemplazados en muchos casos por gente sin vocación; el temor de las muchedumbres al espectáculo de la terrible mortandad fomentó el fanatismo supersticioso, pero también el desenfreno y la licencia en un afán por capturar el momento fugaz de los goces terrenales.


A este estado de cosas se intentó responder de dos modos bien distintos. Hubo por un lado la tendencia subversiva, de aquellos que pretendían el cambio mediante una ruptura con la autoridad de la Iglesia. Los ejemplos más célebres son quizás los de John Wyclif y los lolardos en Inglaterra y el de Juan Hus, Jerónimo de Praga y sus secuaces en Bohemia. Se los puede considerar como los herederos del espíritu contestatario de los joaquinistas (seguidores de las enseñanzas del abad Joaquín de Fiore), dulcinistas o hermanos apostólicos (fundados por fray Docino de Novara) y fraticelli o espirituales (opuestos al papa Juan XXII), así como directos antecesores de la revolución protestante, cuyas doctrinas heréticas se encuentran ya en ellos. La otra tendencia reformista fue la ortodoxa, representada principalmente por los Hermanos de la Vida Común, fundados en Deventer (Holanda) por Gerard de Groot e impulsores de la llamada devotio moderna, una religiosidad basada en las Sagradas Escrituras y los Santos Padres (con lo que anticiparon el Humanismo) y depurada de elementos supersticiosos. También algunos obispos, como san Antonino de Florencia, se mostraron activos en este sentido, pero se trataba de esfuerzos aislados.



Ya Martín V (1417-1431), tras el Concilio de Constanza, había creado comisiones cardenalicias al efecto, cuyas propuestas de reforma se ejecutarían por autoridad papal, pero no pasaron de proyectos. Eugenio IV (1431-1447) no pudo ocuparse de la reforma general, concentrado como estuvo en la marcha del concilio de Basilea (trasladado tras su rebelión sucesivamente a Ferrara y Florencia) para la unión con los orientales y en la lucha contra el conciliarismo; sin embargo, favoreció cuanto pudo la reforma de los regulares, especialmente la de los agustinos, franciscanos y dominicos. Hacia 1450, bajo el papa humanista Nicolás V (1447-1555), el cardenal Domenico Capranica elaboró un autorizado y ambicioso memorial de reforma bajo el título de Advisamenta super reformatione Papae et Romanae Curiae, en el cual se anticipaban muchas de las decisiones del concilio tridentino. A éste siguió en 1458 el tratado De reformatione romanae curiae, redactado por encargo de Pío II (1458-1464) por Domenico de’ Domenichi, en el cual se ataca la acumulación de beneficios y la vida fastuosa y ansia de riquezas de los cardenales y prelados de curia. 





Pero el dominico iba más allá y sostenía la necesidad de que tal renovación fuera de toda la sociedad civil y no sólo de la Iglesia, de los modos de vida y de gobierno y particularmente de Florencia, que debía constituirse como ejemplo para toda la Cristiandad. Savonarola había capitaneado la expulsión de los Médicis de la capital del Arno en 1494 instaurando en ella una férrea dictadura puritana, que, en muchos aspectos, se puede considerar como precursora de la dictadura calvinista sobre Ginebra. A pesar de las continuas admoniciones papales, se fue precipitando en el extremismo y acabó enajenándose la voluntad de la Señoría florentina. Su apelación al concilio en marzo de 1498 para juzgar a Alejandro VI le valió la excomunión, circunstancia que fue aprovechada por el poder político para deshacerse del fanático fraile.


Al sucesor de Rodrigo Borgia, Pío III (1503), no le dio tiempo de ocuparse de la reforma debido a la extrema brevedad de su pontificado, pero fue bajo Julio II (1503-1513) cuando finalmente se reunió un concilio en el que debía tratarse de ella. Ya antes de ser elegido, Giuliano della Rovere había prometido su convocatoria, pero su lucha por la recuperación de los Estados Pontificios (iniciada por César Borgia) y las complicaciones políticas con Francia la retrasaron. Luis XII favoreció la reunión de un concilio en Pisa en 1511, durante el cual, cobrando vigor el conciliarismo, se suspendió a Julio II. Éste respondió convocando un concilio con carácter ecuménico (el XVIII) en el palacio de Letrán (el quinto que tuvo lugar allí) el 19 de abril de 1512. Mientras el conciliábulo pisano (trasladado en el ínterin a Milán) languidecía, el lateranense progresaba y se prolongó más allá de la muerte de Julio II, siendo continuado por su sucesor León X (1513-1521). El 5 de mayo de 1514, el papa Médicis publicó la bula de reforma, en la que quedó promulgada la reforma eclesiástica propuesta por los padres conciliares. El problema es que los problemas fueron abordados sólo parcialmente y la medida fue prácticamente inoperante.

El holandés Adriano VI (1522-1523), que había sido inquisidor y regente en España y traía de allí la experiencia de la reforma del cardenal Cisneros, se propuso llevar a cabo en profundidad la de la Iglesia universal y no tardó en adoptar medidas que chocaron profundamente en la Curia Romana. No obstante, no le dio tiempo a desarrollarla al fallecer prematuramente (para regocijo, hay que decir, de los renuentes curiales). Clemente VII (1523-1534), otro Médicis en el sacro solio, fue incapaz de acometerla, abrumado como se vio por la rivalidad de Carlos V y Francisco I de Francia y el desafío de Enrique VIII a su autoridad (que desembocó en el cisma de la Iglesia de Inglaterra). Para entonces, ya estaba en pleno curso la revolución de Lutero, comenzada en 1517 y a la que León X había respondido tan tardía cuanto inútilmente mediante la bula de condenaciónde los errores luteranos Exsurge Domine (1520) y la posterior de excomunión (1521).


Antes se ha mencionado la reforma eclesiástica llevada a cabo por el cardenal Francisco Ximénez de Cisneros en la España de los Reyes Católicos, el primer país-nación moderno que logró su unidad en Europa. Isabel I de Castilla había debido atravesar por múltiples vicisitudes antes de conquistar el trono de su medio hermano Enrique IV y en medio de las cuales se había manifestado el gran poder e influencia de los más altos personajes eclesiásticos, convertidos en magnates cuyo apoyo político se había mostrado indispensable y decisivo en muchas ocasiones. La Reina, sincera católica e imbuida de un gran sentido de la monarquía, no podía por menos de deplorar el que los dignatarios eclesiásticos se comportaran más como príncipes temporales que como pastores espirituales, a lo que contribuían las dos plagas más acusadas del episcopado de entonces: la acumulación exorbitante de beneficios y la falta de residencia en la propia circunscripción eclesiástica. Los más importantes prelados acumulaban riquezas ingentes, que les permitían no sólo llevar una vida de inaudito fasto sino también levantar ejércitos, que podían ser dirigidos contra el poder real. El matrimonio de Isabel con Fernando, heredero de Aragón, había sido contraído en circunstancias dudosas, por lo que la real pareja acudió a roma para subsanar los posibles defectos. Roma envió a España al entonces cardenal Rodrigo Borgia, vice-canciller de la Iglesia y legado de sixto IV, llevando la dispensa necesaria para convalidar la unión mediante la sanación en raíz.

En 1492, Isabel I, consolidada en el trono y habiendo logrado la culminación de la Reconquista, tomó al franciscano Francisco Ximénez de Cisneros como confesor, puesto en el cual adquirió gran ascendiente sobre la reina. Como provincial de su orden, emprendió la reforma de los frailes menores. En 1495, fue nombrado para suceder al todopoderoso cardenal Mendoza a la cabeza del arzobispado de Toledo. Desde esta investidura emprendió a fondo la reforma del clero español tanto secular como regular, para lo cual contó con el apoyo de la corona y la anuencia de la Santa Sede. El Humanismo había calado en España (de ahí que se hable de un erasmismo específicamente español); por ello, el ambiente era propicio para acometer la elevación cultural e intelectual de los clérigos. El renacimiento religioso impulsado por Cisneros, y apoyado por hombres como Hernando de Talavera, arzobispo de Granada, produjo resultados profundos y permanentes. Permitió la vuelta a la observancia de las órdenes religiosas y la renovación del alto clero en España hasta el punto que en los años cruciales de la reforma protestante, la jerarquía religiosa y los teólogos religiosos españoles pudieron desempeñar un papel de primera magnitud en el concilio de Trento.