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jueves, 10 de mayo de 2012

Espiritualidad y Belleza de las Catedrales (386)

InfoCatólica
José María Iraburu
(4.05.12)
–Estaba yo pensando… Bueno, mejor será que no diga nada.
–Exacto. Ha dado usted en el clavo. Es mejor que no diga nada.

En el período que acabamos de estudiar, del Edicto constantiniano de Milán hasta la muerte de San Be­nito (313-557), se produce una primera cristianización del mundo greco-romano, y al mismo tiempo una erradicación progresiva del antiguo pa­ganismo –mentalidad, costumbres, institu­ciones–, acelerada por la caída del Imperio romano en el siglo V.

A principios del siglo VI comienza un milenio cristiano, cuyo final podría verse hacia el 1500, en torno a la caída de Constantinopla, el descubri­miento de América, el comienzo de los Es­tados nacionales modernos, el Renacimiento y la crisis protestante. Es más o menos lo que suele llamarse Edad Media, en un sentido que para algunos es peyorativo: los siglos oscuros y semi­bárbaros, que dejando atrás las luces de la antigüedad, no han llegado todavía a la luminosidad del Renacimiento y del Siglo de las luces. La cultura católica ve, por el contrario, ese período de la historia humana como un milenio de Cristiandad. En estos siglos, la Iglesia pierde el norte de Africa, pero extiende y profundiza la evangeli­zación de Europa y del Asia próxima. Y muchos miles de mo­nasterios vienen a ser el alma de la Cristiandad medie­val.

Jesu­cristo es el Señor de todo (Panto-crator), y esa verdad luminosa y potente es reconocida por la sociedad, es decir, por el mundo, como se expresa en el pór­tico de tantas catedrales. Es entonces con­vicción común que Cristo Salvador debe reinar sobre todas las cosas de la Iglesia y del mundo. Lo que no significa, por supuesto que reine plenamente de hecho sobre el mundo. El mundo, hasta la Parusía, siempre seguirá siendo mundo. Hay sin duda en estos siglos multitud de pecados personales y colectivos; pero 1.-no son tantos como los existentes en un mundo que niega a Dios y reniega de Cristo; y 2.-los pecados son tenidos como pecados, de tal modo que la sociedad no los justifica, ni menos aún los considera un derecho. Y es que está generalmente vigente el discernimiento del bien y del mal.

Es un tiempo en el que ninguna doctrina, ley o cos­tumbre puede afirmarse socialmente si va en contra de Jesucristo, el Hijo divino-humano, el Maestro, el Señor de todo. La condición unitaria es una de las características más notables de este pe­ríodo de la historia de Occidente: unidad entre alma y cuerpo, naturaleza y gracia, orden natural y sobrenatural, pro­fano y sagrado, Estado e Iglesia, filosofía y teología, vida temporal y vida eterna, laicos y monjes, «ora et labora», contemplación y acción. Y esa unidad tiene su origen constante en el Señorío de Jesucristo.

La belleza es el esplendor de la Cristiandad. La Edad Media es un tiempo en que las Sumasteológicas elevan el pensamiento humano a las mayo­res alturas filosófi­cas, teológicas y espirituales. Y tam­bién alza a unas alturas increíbles, llenas de fuerza y armonía, las milagrosas Catedra­les, que hoy, curiosamente, son los edificios más admira­dos y vi­sitados en las ciudades modernas, a pe­sar de que fueron construidas hace mil años por pueblos «oscuros, pobres y semi­bárbaros», según estiman algunos.
La belleza indecible de Cristo, aunque en forma mínima, se expresa en el mundo y causa la ar­monía del arte, a un tiempo grandioso en la arquitectura, extremadamente refinado en las demás artes, orfebrería, escultura, pintura, literatura, y muy especialmente en la música grego­riana. Y esa misma primacía es la que explica la relativa paz entre los príncipes cristianos. La Edad Media ignora, en efecto, las guerras terribles posteriores al nacimiento del protestan­tismo, y no conoce tampoco, al estilo del antiguo Alejandro Magno, un Na­poleón moderno que trate de conquistar los demás pueblos. Ni menos aún experimenta las aterradoras mortandades, cientos de millones de muertos, de las guerras innumerables del si­glo XX.

Es un milenio en el que se reducen mucho los grandes ma­les del paganismo antiguo, como el aborto o el suicidio, el concu­binato o el divorcio, las guerras de conquista o los espectáculos sangrientos y degradantes. Por primera vez en la historia de los pueblos,desaparece progresivamente la es­clavitud, que sólo rea­parecerá tímida­mente en el Renacimiento, y se multiplicará ya sin vergüenza alguna en los tiempos de la Ilus­tración, cuando los Reinos cristianos tienen ministros masónicos. Cuatro quintos, por ejemplo, del total de esclavos africanos llegados al Nuevo Mundo, fueron transportados en siglo y me­dio, entre 1700 y mediados del siglo XIX (J. M. Iraburu, Hechos de los apóstoles de América, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 2003, 3ª ed., 416-429). Evidentemente, en el milenio de la Cristiandad sigue ha­biendo males, y muchos, pero generalmente en la sociedad el bien tiene más prestigio que el mal. Y el bien se ve favorecido, mientras que el mal encuentra resistencias generales o, al menos, no es en general positivamente fomentado.
La gracia no des­truye la naturaleza, sino que la perfecciona. Este principio tomista, que es netamente bíblico, viene a ser en la Cristiandad medieval una convicción generalizada en todos los campos: arte o ciencia, filosofía, leyes o política. No siempre, claro está, obran los hombres según la gracia divina, pero sí se da una convicción común de que cuanto mayor sea el influjo del Evangelio, es decir, de la fe, todas las realidades del mundo vi­sible se verán acrecentadas en verdad y be­lleza, en paz, justicia y prosperidad. Por eso, a pesar de todas sus miserias, esta época puede llamarse Cristiandad: por la universal primacía del principio cristiano.

La Cristiandad medieval es un mundo joven y creativo. A medida que es conocido en su genuina realidad, causa una particular fascinación y sorpresa. Se halla normalmente en los pueblos cristianos, por una parte, un ímpetu juvenil, no siempre mo­derado, lleno de audaz creatividad; y por otra parte, un sentido tradicional, que asegura a los distintos desa­rrollos una construcción ordenada y armoniosa. Confluyen, pues, en ella, de un modo poco frecuente en la historia, tendencias de un utopismo entusiasta, que re­brota una y otra vez en formas populares, a veces desaforadas, y otras fuer­zas ordenadas, llenas de sereno equilibrio, las propias de las Sum­as y de las catedrales (N. Cohn, En pos del milenio; re­volucionarios milenaristas y anarquistas místicos de la Edad Media, Barral, Barcelona 1973).

El idealismo de la caba­llería cristiana es, por ejemplo, una muestra del ímpetu entusiasta medieval, y sus ideales no afectan solamente a los caballeros nobles, sino también al pue­blo, como se comprueba en la difusión de los libros de caballería. El pueblo no se inspira, como lo hace hoy, en modelos muchas veces degradantes –estrellas del cine, de la música popular, de la televisión–, sino en el heroísmo de caballeros cristianos.

Por otra parte, todavía no se han formado las nacionali­dades cerradas en sí mismas, ni se han alzado aún los monar­cas absolutos, ni los ministros poderosísi­mos, uniformizadores de la vida social. De hecho, en la Edad Media, los prínci­pes cristianos no pueden nada sin los nobles, ni éstos sin el consentimiento de sus vasallos. Y es que todavía tiene gran vigen­cia el principo de subsidiariedad, el tejido social orgá­nico, los grupos naturales inter­medios, la familia y el gremio, el municipio y la región. Y todavía cuentan mucho las relaciones personales, la costum­bre, el compromiso verbal, los impuestos pactados, lo mismo que el vínculo que une al vasallo con el señor local.

La Edad Media da forma sensible a todos las realidades es­pirituales. Éste es otro rasgo muy característico. Por eso el mundo medieval resulta muy colorido, variado y elocuente, porque produce siempre formas expresivas, comu­nitariamente entendidas, de todo un conjunto de valores espirituales de inspiración cris­tiana. Y aunque hay un fondo común entre todos los pueblos de la Cristiandad, hay en cada región, configuradas en formas tradicionales, distintas costumbres e instituciones, gremios, precedencias y ceremonias, órdenes y estados, fiestas, juegos y danzas, liturgias, torres del ho­menaje y jura­mentos, torneos y concursos, variedad de vestidos y de formas, colores significativos, estandartes, escudos y emblemas, saludos y formas de cortesía, bodas y funerales, torres desmochadas o puertas tapiadas, adornos, mu­chos adornos en objetos y armas, herra­mientas y edificios, etc. El milenio cristiano forma, pues, un mundo elocuente, en el que las cosas y actividades, el bien y el mal, el premio y el castigo, hablan al pueblo de un modo inteligi­ble y con muchas voces coincidentes. Dentro de unas coordenadas culturales tan claras, son muy raras las enfermedades psíquicas: depresiones, neurosis, adicciones, suicidios.

La Edad Media es una época acentuadamente estética, y es la inspiración del arte medieval, creativa y diversa, heterogénea y sorprendente, la que conduce hacia las maravillas del Renaci­miento. Sólo más tarde, en los tiempos modernos del neo­clasicismo, es cuando se en­durecen los cánones estéticos, según las normas del arte clásico grecorromano. Y será entonces cuando venga a considerarse bár­baro el arte de las catedrales medievales románicas o góticas, que a veces son derruídas o susti­tuídas por «correctos» diseños neoclásicos, es decir, por imitacionesserviles –no genia­les, como en el Renacimiento– del arte antiguo. Y es que la uniformidad de los modernos no entiende ni valora las variaciones del arte medieval.

La Edad Media es una época muy espe­cialmente falsificada en la consi­deración general moderna, comenzando por su nombre. El milenio de Cris­tiandad en su totalidad, por su teo­centrismo y, más aún, por su abierta confesionalidad cristiana, es despreciado por el Occidente apóstata. El signo más decisivo de la mo­dernidad, precisamente, es la construcción de un mundo no fundamentado en Dios, y menos aún en Cristo, sino en el hombre; todo lo cual impugna directamente el régimen de Cris­tiandad. La opción moderna, por tanto, exige que el milenio cristiano sea ignorado, o mejor aún, cari­caturizado y falseado. Y esto se comprende perfectamente. Lo que no se com­prende tan bien es que los mismos cristianos se hagan cómplices de ese intento, como hoy sucede tantas veces en creyentes verdaderamente fieles. Pero, en fin, obras como la de Ré­gine Per­naud, ¿Qué es la Edad Media?, o la clásica de Johan Hui­zinga, El otoño de la Edad Media, con tantas otras, ayudan a recuperar la verdad del milenio cristiano. Y en la exploración histórica que estamos haciendo de los caminos de perfección evangélica en el mundo no será ésta, cier­tamente, una tarea superflua.

José María Iraburu, sacerdote
Índice del blog "Reforma o Apostasía"


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