Píldoras Anti-Masonería

El blog CLAVIJO defiende los valores

de la Iglesia Católica y de España

amenazados por el proyecto masónico-luciferino

"Nuevo Orden Mundial"


e-mail: ClavijoEspana@gmail.com



miércoles, 21 de agosto de 2013

Beatificación de Isabel I la Católica, reina de Castilla y León: Proceso iniciado en Valladolid en 1957. Biografía e Historiografías (692)

13/12/1474: Coronación en Plaza Mayor de Segovia




Isabel I, Reina de Castilla y León (1474-1504), 
nació en Madrigal de las Altas Torres (Ávila) 
el 22 de abril de 1451, 
y murió en Medina del Campo (Valladolid) 
el 26 de noviembre de 1504. 
Conocida como Isabel la Católica, 
es la reina más importante de la Historia de España

El camino hacia la coronación (1470-1474)

En una reunión celebrada con sus notables en Valdelozoya durante 1470, Enrique IV volvió a declarar como su legítima heredera a su hija Juana, a quien planeó casar con varios de los candidatos rechazados por Isabel. Pero la lógica reacción del rey en contra de la boda celebrada por su rebelde y díscola hermana no sorprendió al bando isabelino, que contratacó de la manera más favorable a sus intereses, esto es, volviendo a la representación de Isabel como una virtuosa dama, en contra de la ilegitimidad de Juana la Beltraneja, la vida licenciosa de la reina Juana y, por supuesto, la impotencia de Enrique IV para engendrar hijos.

En este sentido, la princesa Isabel continuaba ofreciendo a sus partidarios, con generosidad nada calculada, los mimbres necesarios para aquilatar esta imagen de doncella devota y virtuosa: en Dueñas (Palencia), el 1 de octubre de 1470, la futura Reina Católica fue madre por vez primera, de una niña a la que llamó también Isabel. Entre las sombras que teñían de oscuridad las decisiones políticas y la vida familiar de Enrique IV, Isabel apareció como una luz a ojos de las familias de la nobleza castellana, que poco a poco fueron prestando su apoyo a la princesa. Igual sucedió con los diversos reinos europeos cuyos legados fueron visitando al Arzobispo Carrillo entre 1471 y 1472, como Borgoña, Francia e Inglaterra. Pero tal vez el acontecimiento cumbre fue la llegada de Rodrigo de Borja (futuro Papa Alejandro VI) como legado pontificio en el año 1473; a su llegada a Valencia fue recibido por el propio Fernando el Católico, mientras que en Alcalá de Henares tanto la princesa Isabel como el Arzobispo Carrillo se desvivieron por alcanzar lo que finalmente lograron: el apoyo del Papado a los planes de Isabel para reinar.

Lo más digno de destacar es que la pretensión de la infanta no se hizo de forma belicosa y bajo la ambición sin medida de la nobleza, como en otras ocasiones, sino que Isabel hizo oídos sordos a las propuestas de sedición violenta para preferir una prudencia realmente asombrosa, que fue, a la postre, lo que provocó que su causa ganase las voluntades nobiliaria y popular al tiempo. Andrés de Cabrera, futuro Marqués de Moya y entonces alcaide del Alcázar de Segovia a favor de Enrique IV, describía a la perfección esta prudencia, tan innata como calculada, de Isabel:

La virtud y modestia de la Infanta nos obligan a esperar que os será muy obediente y que no tendrá más voluntad que la vuestra, ni alentará la ambición de los Grandes, pues a no tener este deseo no hubiera rehusado el título de Reina, que la ofrecían, conociendo que fuera sin razón quitaros lo que os toca, contentándose con el de Princesa, que a su entender la pertenece (Paz y Melia, El cronista Alonso de Palencia..., p. 322).

El 11 de diciembre de 1474 Enrique IV, que ya había pasado el último año muy enfermo, falleció en la villa de Madrid. Isabel se hallaba en Segovia, ciudad enriqueña por antonomasia y en cuyo alcázar descansaba la cámara del Tesoro Real, y no tuvo reparos en representar una maniobra para-teatral con respecto a su coronación, que ya llevaba algún tiempo preparando pues Isabel era consciente en grado sumo que el golpe de efecto sobre el reino se incrementaría en proporción directa a la rapidez con que la coronación se llevase a cabo. El 13 de diciembre, debajo de los ropajes de luto por las exequias de su hermano, Isabel llevaba los vestidos de gala, con los que poco después comenzó la ceremonia como recoge el acta notarial del acontecimiento, registrada por Pedro García de la Torre:

Estando en la plaza Mayor d’esta dicha ciudad la dicha señora Reina, en un cadalso de madera que estaba hecho en el portal de la dicha iglesia contra la dicha plaza, y sentada en su silla real, que ende estaba puesta [...] declaró ciertas razones, por donde decía pertenecer a la dicha señora Reina la sucesión y herencia y derecho de reinar en estos dichos reinos de Castilla y de León; y la propiedad d’ellos como a legítima hermana y universal heredera del dicho señor Rey don Enrique, por haber pasado de esta presente vida sin dejar hijo ni hija que pueda heredar estos dichos reinos, como dicho es. Y el dicho señor Rey, reconociendo aquesto, la hubo intitulado y jurado por Princesa y su legítima heredera de estos dichos Reinos, para después de sus días, en un día del mes de setiembre del año que pasó del Señor de mil quatrocientos sesenta y ocho [...] Y echada la confesión del dicho juramento, respondió Su Alteza: "Sí, juro". Amén (Proclamación de la Reina Isabel..., f. 2r).

Por parte de Isabel, la cuestión estaba clara: Juana no era hija legítima del rey Enrique, y como tal éste lo había reconocido en Guisando, nombrándola a ella legítima heredera. Por ello, no tuvo reparos en coronarse con rapidez, exigiendo a todas las ciudades de Castilla que mandasen procuradores a Cortes y que la reconociesen como legítima reina. Andrés de Cabrera, el alcaide de Segovia, le abrió el alcázar para que Isabel dispusiese del tesoro regio. La maniobra había surtido efecto y poco a poco comenzó a escucharse por el reino el clamor habitual en este tipo de situaciones: "¡Castilla, Castilla por la reina Isabel!"


La muerte de la Reina Católica (1504)


El 26 de noviembre de 1504 Isabel falleció en Medina del Campo, después de que su salud fuese deteriorándose cada vez más. Todavía en la actualidad existen dudas acerca de cuál fue la dolencia que afectó a la Reina. Un mes antes de su muerte, el humanista Pedro Mártir de Anglería escribía Íñigo López de Mendoza, Conde de Tendilla, y efectuaba una descripción de la enfermedad:

El humor se ha extendido por las venas y poco a poco se va declarando la hidropesía. No le abandona la fiebre, ya adentrada hasta la médula. Día y noche la domina una sed insaciable, mientras que la comida le da náuseas. El mortífero tumor va corriéndose entre la piel y la carne.
(Mártir de Anglería, Epistolario..., II, pp. 85-86)

En principio, la fiebre y el peligro de deshidratación (hidropesía) pudiera ser indicativo de diabetes, pero también de estar afectada por la peste, pues la villa de Medina del Campo y sus alrededores sufrieron durante aquel año un rebrote de la terrible pandemia medieval. Pero la referencia a la existencia de un tumor despeja todas las incógnitas, pues posteriormente se supo que la Reina Católica sufría una "fístula en la partes vergoñosas e cáncer que se le engendró en su natura" (Junceda Avello, op. cit., I, p. 44). 

A juzgar por estas informaciones, parece concluyente que Isabel I sufría un cáncer de útero o de recto, al que por su conocido y ya mencionado sentido del pudor, se negó a poner todo el remedio posible. Los médicos que la atendieron eran los más notables del reino, como Juan de Guadalupe, Nicolás de Soto y Mateo de la Parra, y si no pudieron hacer nada por salvar su vida, o por aliviar sus últimos momentos, desde luego no fue porque escatimasen medios. Desde la perspectiva espiritual, la última voluntad de Isabel I fue la de que su cadáver no fuese embalsamado, sino que se le amortajase en el hábito más humilde de todos, el de San Francisco, para que descansase siempre en paz junto al de su marido, el Rey Católico. Y, desde luego, estos sentimientos se vieron correspondidos por parte de éste, que escribió en su testamento el que quizá sea el mejor epitafio para Isabel la Católica, recordando de forma emocionada a su fallecida esposa:

Item considerando que entre las otras muchas y grandes mercedes, bienes y gracias que en Nuestro Señor, por su infinita bondad y no por nuestros merecimientos, avemos rescibido, una e muy señalada ha sido en avernos dado por mujer e compañía la Serenísima Reyna Doña Ysabel, el fallescimiento de la cual sabe Nuestro Señor quánto lastimó nuestro corazón y el sentimiento entrañable que d’ello ovimos, como es justo, que allende de ser tal persona y tan connjunta a Nos, merescía tanto por sí en ser doctada de tantas e tan singulares excelencias, que ha sido en su vida exemplar en todos abtos de virtud e del temor de Dios, y amaba y celaba tanto nuestra vida, salud e honra que nos obligaba a querer e amarla sobre todas las cosas de este mundo (Testamento de Rey Católico, año 1516, f. 22r).

Sepulcro de los Reyes Católicos
(Fancelli).Capilla Real-Granada
Isabel y Fernando descansan en paz en la Capilla Real de Granada, que ellos mismos mandaron construir para tal efecto, uniendo en su última voluntad los cetros que ostentaron con los sentimientos que se tuvieron.

Los cimientos de la España Imperial

El más poderoso monarca de la Edad Moderna, Felipe II, cuando paseaba por el interior de las cámaras de su palacio de El Escorial, solía detenerse con reverencia ante un retrato en que aparecían sus dos bisabuelos, Isabel y Fernando, los Reyes Católicos; cada vez que realizaba esa parada, sus palabras eran siempre las mismas: "Todo se lo debemos a ellos". Y en la frase del rey en cuyo imperio no se ponía el sol no es un simple gorgorito retórico de alabanza al pasado, sino que nadie mejor que él, paradigma del rey burócrata, sabía bien cuánto había vigente aún del modelo puesto en marcha por sus bisabuelos. 

Por ejemplo, muchos de los asuntos relativos a la política imperial todavía seguían siendo juzgados por ese sistema polisinodial impulsado por los Reyes Católicos. La Reina Isabel fomentó la reforma del Consejo Real y creó nuevos Consejos, como el de Órdenes Militares, Indias (para los asuntos de América) e Inquisición. Uno consejo de marcada impronta territorial, como el de Aragón, se destinó específicamente a los asuntos de esta corona, con lo cual los Austrias sucesores en el trono de Isabel imitaron e incrementaron el sistema polisinodial creando un consejo para cada territorio que gobernaban. 

De esta forma, la esencia administrativa del Imperio español hunde sus cimientos en la reorganización efectuada por Isabel a finales del siglo XV. La Reina Católica no innovó demasiadas cosas en esta organización, sino que prefirió reformar muchas de las estructuras tradicionales ya existentes; el sello personal que la reina introdujo fue el que años más tarde ensalzaría Pulgar: que a toda esta estructura, Isabel I siempre situó a "omes generosos o grandes letrados, e de vida honesta, lo que no se lee que con tanta diligençia oviese guardado ningún rey de los pasados". (Pulgar, Crónica..., I, p. 77).

La paz y la prosperidad fomentaron una época de tremendo crecimiento económico, fundamentalmente en el reino de Castilla, más poblado y con más recursos financieros que Aragón. Tres eslabones engarzaron la economía en tiempos de la Reina Católica: la poderosa Mesta, sistema encargado de regir la ganadería trashumante, fomentó el crecimiento de la cabaña que generaba la lana de Castilla, apreciada en todos los mercados europeos. A través de la lana se produjeron los excedentes de mercado para originar un rico comercio de rango nacional e internacional, que tuvo como mejor exponente a las ferias de Medina del Campo. 

Una anécdota del principio del reinado atestigua lo mucho que la Reina Católica apreciaba estas ferias, cuando ella pedía a Dios que le diese tres hijos: uno para ser Rey, su sucesor; otro para ser Arzobispo de Toledo, y un tercero para ser escribano en Medina del Campo, dando a entender lo inmensamente ricos que eran los amanuenses de la villa ferial vallisoletana, por la gran cantidad de negocios que allí se hacían y que requerían sus servicios. La importancia de las ferias de Medina del Campo en la economía del reinado de Isabel la Católica ha sido recientemente objeto de una profusa monografía (Comercio, mercado y economía en tiempos de la Reina Isabel, 2004), en la que varios de los más reputados especialistas analizan desde diversas perspectivas uno de los pilares fundamentales que propiciaron el despegue castellano durante los años finales del siglo XV.


Isabel la Católica, mecenas de artistas y escritores


A los tres hitos que se acostumbran a señalar en el año 1492, conquista, descubrimiento y expulsión de los judíos, se debería unir un cuarto de no menor importancia para el futuro: la publicación de la Gramática castellana por parte de Elio Antonio de Nebrija, obra que el humanista andaluz quiso dedicar precisamente a la misma Reina Católica. 

Si los logros políticos, económicos y sociales del reinado de Isabel I alcanzaron un amplísimo grado de madurez y desarrollo, lo mismo, o incluso más, cabe decirse del impulso que hallaron bajo su mecenazgo y patrocinio las artes y los libros. En efecto, fue la Reina Católica amante de la lectura, como se deriva de la gran biblioteca real que fue reuniendo, donde figuraron los más variopintos libros y tratados. 

Pero Isabel además se preocupó por extender el prurito intelectual por toda su corte, hecho éste puesto de relieve por el protonotario Juan de Lucena en su Epístola exhortatoria a las Letras (hacia 1490), cuando resume perfectamente este impulso cultural mediante la conocida sentencia: "Jugaba el rey, éramos todos tahures: studia la reina, somos agora estudiantes". El simple repaso de los literatos, novelistas, poetas y obras dedicadas a la reina alargaría en exceso estas líneas, por lo que se remite a los estudios que sobre este teman han realizado varios especialistas: Sánchez Cantón (1950) inventarió los objetos que la Reina Católica había reunido en su afán de coleccionismo, libros, pinturas y cualquier elemento de tipo artístico; Gómez Moreno (1999) encuadró cronológicamente toda la literatura producida al albur del mecenazgo de Isabel; y, por último, Yarza Luaces (1993) ha efectuado la depuración de todas las obras de arte que se construyeron en la época, bajo la admonición de la reina Isabel, que se puede considerar la iniciadora del mecenazgo real en España.


Isabel I como esposa


Todos los biógrafos de Isabel I, desde los coetáneos a los más actuales, se han planteado una pregunta que parece imposible de responder con algún grado de certeza: ¿se casó la Reina Católica por amor? En realidad, la cuestión no debería de ser preocupante en exceso, toda vez que los matrimonios en la Edad Media no se basaban en los mismos parámetros afectivos en que lo hacen en la actualidad, sino que las casas reales utilizaban los matrimonios para asentar alianzas con otras de distintos reinos. Pero aun así, cuáles fueron los sentimientos de Isabel y Fernando ante su enlace es un tema que siempre ha preocupado a los estudiosos de la época. 

Desde luego, era Fernando de Aragón más próximo a su futura esposa en edad que los otros candidatos, que eran mucho más mayores que Isabel, de ahí que se pueda entender bien que los deseos de una joven doncella de 18 años estuvieran más próximos a tener como pareja a un joven príncipe, ya titulado Rey de Sicilia, que contaba con un año menos que ella y del que ya comenzaban a escucharse los más encendidos elogios por su virilidad y carácter. También hay que valorar el hecho de que no era lo mismo el matrimonio de una infanta, destinado a sellar alianzas políticas (es decir, el que parecía ser el destino de Isabel), que el matrimonio de una futura reina, que fue precisamente el papel que representaba entonces la infanta castellana. Lo más probable es que la confluencia de ambos factores, político y personal, más los consejos de sus afines, hicieran decantar la balanza hacia el Rey de Sicilia. Es interesante destacar que el anónimo franciscano traductor del Carro de las donas de Francesc Eiximenis, en la semblanza que efectúa de la Reina Católica, escribe que Isabel "según que ella dixo a sus confessores y a religiosos devotos, nunca miró en este casamiento sino el bien y utilidad d’estos reynos de Castilla y de León" (recogido por Martín, Isabel la Católica..., p. 87). 

Desde luego, sí se tiene absoluta seguridad de que ambos no se conocían: a la llegada de Fernando de Aragón a Valladolid, fue el criado y confidente de doña Isabel, Gutierre de Cárdenas, quien, ante la mirada inquisidora de la princesa, señaló a Fernando y dijo "Ese es", de ahí las dos eses que aparecen en el escudo heráldico del linaje Cárdenas y que hacen referencia a este acontecimiento. A partir de ahí, el joven matrimonio comenzaría su andadura.

Pero que Isabel y Fernando no se conociesen antes de casarse no significa que no llegasen a amarse con el tiempo. A juzgar por los documentos, ambos esposos se guardaron un tremendo cariño y su relación puede calificarse de amorosa, sobre todo por parte de Isabel hacia Fernando, que, como relata el cronista Pulgar "amava mucho al Rey su marido, e celávalo fuera de toda medida" (Crónica..., I, p. 76), esto es, sentía tremendos celos de cualquier mujer que estuviese cerca de Fernando el Católico. Quizá por ello se entienda la costumbre de Isabel de mantener a damas ancianas en su corte, evitando así a las damas jóvenes y bellas que pudiesen convertirse en amantes de su esposo. Téngase en cuenta, además, que los celos estaban bastante justificados, puesto que, como también relata Pulgar, el Rey Católico, aunque "amava mucho a la Reyna su muger, pero dávase a otras mugeres" (Crónica..., I, p. 75). 

En efecto, ya antes de contraer matrimonio con Isabel, Fernando había tenido un hijo de sus relaciones con una dama de la aristocracia catalana, a lo que habría que sumar otros vástagos habidos cuando estaba casado con Isabel. En este sentido, y aunque la Reina Católica, debido a ese hieratismo que le caracterizaba, siempre intentó mantener la compostura, fueron los celos el principal problema de su relación matrimonial, demostrando con ello un carácter poco habitual en una época en que los matrimonios por compromiso fomentaban (por ambas partes) la aparición de amantes no sólo de los reyes, sino también de las reinas (como se ha visto en el caso de Juana, esposa de Enrique IV). 

Pero Isabel amaba profundamente a Fernando y no alcanzaba a comprender por qué su esposo prefería a otras mujeres despreciándola a ella, máxime cuando, según las descripciones que han llegado de la Reina Católica, sin duda debió de ser ciertamente bella y atractiva. Pulgar la describía como una dama de hermosas proporciones, de piel blanca, de cabellos largos y rubios, de ojos verdes; sin embargo, es en la Crónica incompleta (atribuida a Juan de Flores) donde se encuentra la descripción más cualificada de la reina Isabel:

La prinçesa tenía los ojos garços, las pestañas largas, muy alegres, sobre gran honestad y mesura; las cejas altas, enarcadas, acompañando mucho a la beldad de los ojos para lo que fueron compuestas; la nariz de aquel tamaño y façión que mejor para hazerle el rostro bello se pornía; la boca y los labios pequeños y colorados, los dientes menudos y blancos; risa, de la qual era muy templada; [...]la cara tenía muy blanca y las mexillas coloradas, y todo el rostro muy pintado y de presençia real; la cabelladura tenía muy larga y ruvia, de la más dorada color que para los cabellos mejor pareçer se demanda, de los quales ella más vezes se tocava que de tocados altos y preçiosos, y así, siempre con maestrada mano los ponía en orden al rostro como a las figuras de su cara con ellos mejor luziesen; la garganta tenía muy alta, llena y redonda, como las damas para mejor pareçer lo demandan; las manos tenía muy estremadamente gentiles; todo el su cuerpo y persona el más ayroso y bien dispuesto que muger humana tener pudo, y de alta y bien compasada estatura, así que persona y rostro ninguna en su tiempo lo tovo en la perfeçión y gentileza más apurado...(Crónica incompleta..., pp. 88-89).

Lógicamente, el cronista se dejó llevar un poco por la adulación en la alabanza de la bella Isabel, pero lo cierto es que los retratos pictóricos que han llegado hasta nuestros días confirman las descripciones físicas de Isabel. Durante los últimos años de su vida el deterioro de su salud también tuvo que verse correspondido en el plano físico; pero la devoción y amor que Isabel tuvo a Fernando continuó siendo tremenda, convirtiéndose en piedra angular de la vida de la reina. De este sentimiento amoroso hacia Fernando no hay mejor prueba que la disposición que la Reina Católica dejó en su testamento: por encima de ordenar la austeridad en su sepulcro y lápida, por encima de su deseo de que no se hicieran exequias exageradas, por encima de su voluntad de ser sepultada en la Capilla Real de Granada, se eleva el anhelo de vivir eternamente con su marido:

Si el Rey, mi señor, eligiere sepultura en otra qualquier iglesia o monesterio de qualquier otra parte o lugar d’estos mis reynos, que mi cuerpo sea allí trasladado e sepultado junto con el cuerpo de Su Señoría, por que el ayuntamiento que tovimos biviendo, e que nuestras ánimas espero en la misericordia de Dios ternán en el Cielo, lo tengan e representen nuestros cuerpos en el suelo (Testamentaría..., p. 448).


Isabel I como madre


Como en anteriores casos, resulta complejo separar los espectros público y privado de la relación entre la reina y sus hijos, sobre todo en el ámbito de la educación. Tal como correspondía a la época, Isabel I se preocupó profundamente de que todos sus hijos tuviesen como maestro a un erudito de gran calado; así, Isabel tuvo como preceptor a fray Pascual de Ampudia; el príncipe Juan a Diego de Deza; la infanta María a Andrés de Miranda; la infanta Catalina a fray Hernando de Talavera; la infanta Juana a Alejandro Geraldino. 

La enseñanza fue individualizada para Isabel, por ser bastante mayor que sus hermanos, y para el príncipe Juan, por tratarse de un hombre y además heredero al trono, pero las infantas Juana, Catalina y María se educaron prácticamente a la par e intercambiaron muchas veces maestros y preceptores. Además de los citados, la Reina Católica se preocupó de que otros destacados maestros y humanistas dieran clases a sus hijos, como Beatriz Galindo, la Latina, Pedro Mártir de Anglería o Lucio Marineo Sículo. Siendo como fue para Isabel I la educación de todos sus súbditos uno de sus principales ámbitos de acción, dictando normas y medidas para su extensión, con respecto a la educación de sus propios hijos no escatimó nada, contratando a los mejores maestros según el canon de enseñanza humanista de la época.

La Reina Católica debió de mantener una relación ciertamente cordial con la primogénita, Isabel, muy parecida a ella en carácter y gustos, y con quien incluso compartía algunas confidencias de gobernación, siempre en la intimidad de palacio y sin ninguna otra intención que la del consuelo entre madre e hija. Además, en un detalle de humor, Isabel llamaba a su hija homónima "mi suegra", puesto que había heredado la fisonomía de Juana Enríquez, su abuela paterna y suegra de la Reina Católica. 

Esta empatía entre madre e hija homónimas debió de derivar hacia una vertiente religiosa y pietista, debido a las desgracias que se cebaron con la Princesa y Reina de Portugal. Además, dicho queda que la Reina Católica sintió sobremanera la muerte de su primogénita en 1498, uno de los cuchillos de dolor que acortaron su vida. De la infanta María, que se casó dos años más tarde con el viudo de su hermana Isabel, es de la que menos se sabe en lo que respecta a la relación con su madre, salvo que se crió con su hermana pequeña, Catalina, en pleno fragor de la guerra de Granada; tal vez por ello la reina Isabel no prestó tanta atención como debiera a sus hijas pequeñas, aunque a Catalina siempre le profesó una especial veneración, quizá la que todas las madres dispensan a sus hijos menores. 

Pero la verdad es que no se sabe demasiado de cómo fueron sus relaciones, teniendo en cuenta además que no fueron muy longevas, puesto que desde 1500, en que María (18 años) contrajo matrimonio con Manuel I de Portugal, y desde 1501, cuando Catalina (16 años), viajó hacia Inglaterra para contraer matrimonio con Arturo de Gales, la Reina Católica no volvió a ver sus hijas antes de fallecer.

La relación más especial la mantuvo con su hijo, el malogrado príncipe Juan, el tan ansiadamente buscado heredero de las Coronas de Castilla y de Aragón. Y no se trata de un eufemismo, sino que la Reina Católica trató por todos los medios de concebir a un hijo varón, de tal modo que recurrió a los "servicios" del beato Juan de Ortega, tenido por santo en la época y a quien Isabel tenía en gran estima, para que le ayudase con sus rezos y disposiciones a engendrar un varón.

 De hecho, los muchos años que separan los nacimientos de Isabel (1470) y de Juan (1478) han dado pábulo a diversos investigadores para preguntarse si la reina pudo sufrir algún aborto en esta búsqueda de heredero varón, pese a que no se han encontrado testimonios que lo confirmen. A esta sospecha también ayuda el hecho de que el médico de Fernando el Católico, Lorenzo Badoç, fuese encargado de dirigir el embarazo, logrando finalmente el nacimiento en un parto muy dificultoso. Puede entenderse que desde entonces Isabel I se desviviese por su hijo, a quien llamaba, en público y en privado, "mi ángel", y a quien siempre vigilaba con mucha presteza, muy preocupada por su salud enfermiza y por su escasa y complicada alimentación. La alegría de las bodas 1496 se tiñó de llanto un año más tarde, dejando a la reina sumida en la más profunda de las depresiones, que creció además con la cadena de truculentas muertes subsiguiente.

Sin embargo, la más compleja y tortuosa relación con todos sus hijos la tuvo con Juana, la archiduquesa de Austria que, a la postre, se convertiría en la heredera del trono de Castilla y León. Y esta relación complicada no sólo se basa en la cualidad de heredera de Juana, sino también en que ésta parece haber sido la hija más parecida a la madre, tanto físicamente (como atestiguan los retratos pictóricos de ambas efectuados por Juan de Flandes) como en el carácter. 

En efecto, de todos es conocido que Juana heredó de su madre el terrible estigma de los celos, y si Isabel I había sido celosa de Fernando el Católico, Juana lo fue de Felipe el Hermoso muchísimo más. Asimismo, si bajo los tres cuchillos de Bernáldez hoy día se puede adivinar la depresión psicológica en que cayó la Reina Católica, también Juana se vio envuelta en similares problemas de salud mental, que tristemente le han valido el apodo por el que es conocida. 

Isabel I veía cómo se derrumbaba todo el cimiento que había construido, veía que la relación entre Felipe y Juana no iba por buen camino, y veía cómo su hija se desmoronaba una y otra vez ante las infidelidades de su marido. Seguramente la comprendía muy bien, pero por la misma razón debió de pedir a su hija que se comportase tal como lo que era, una futura reina, y que los celos no le excediesen. Tal es el origen de la amarga discusión que madre e hija mantuvieron en 1503, un año antes de que la Reina Católica falleciese, y su relación se deterioró ampliamente, razón por la cual Isabel incluyó la polémica disposición en su testamento por la que Fernando el Católico se convertía en regente de Castilla en caso de que Juana no estoviere en estos dichos mis reynos o después que a ellos veniere en algund tiempo aya de yr e estar fuera d'ellos, o estando en ellos no quisiere o no pudiere entender en la governaçión d'ellos...(Testamentaría..., p. 462).

Históricamente, esta cláusula se ha interpretado como una falta total de confianza de la madre en su hija, pero lo cierto es que no debe ser leída en tan estricto sentido. La Reina Católica, como es lógico, tomó las máximas precauciones para asegurar la estabilidad del futuro, aunque seguramente entendía las pasiones de su hija mucho más de lo que comúnmente se piensa, pues ella las había sufrido en su seno durante toda su vida. Pero por eso mismo, por conocerlas bien y saber lo dañinas que podrían ser, dispuso la regencia para Fernando: el bien del reino por encima del bien personal, máxima que ella aplicó a sí misma durante su vida y que extendió a sus hijos.


El proceso de beatificación


El halo de santidad acompañó a Isabel I durante todo su devenir, especialmente en su época de máximo esplendor. Ya antes de 1480, el poeta cordobés Antón de Montoro, de origen converso, no tuvo otra forma de alabar a la reina que cometiendo un tremendo (y censurado en su época) sacrilegio, al equiparar a Isabel I nada menos que con la mismísima Virgen María:

Su carácter piadoso, su empeño por mantener las costumbres de la corte bien sanas, muy alejadas de la relajación en época de Enrique VI, su caridad, su benevolencia, sus limosnas, su apoyo a las reformas eclesiásticas y su preocupación por la moral del clero han sido elementos frecuentemente manejados alrededor de la Reina Católica para explicar esta supuesta santidad. 

Educada en la piedad, la misericordia y la religiosidad pura, son muchas las muestras de que se disponen para calibrar esta espiritualidad profunda, incluso en sucesos y temas en los que era complicado congeniar las virtudes morales cristianas con los propios intereses personales. Por ejemplo, cuando el traidor Juan de Cañamares, autor del frustrado atentado contra el Rey Católico, fue juzgado y condenado a muerte, muchos quisieron ejecutarle sin dejarle confesar, para que el odiado criminal ni siquiera tuviese salvación espiritual. Isabel I, pese al disgusto sufrido por el atentado, no permitió esta atrocidad e insistió en que le asistiese un confesor. 

Asimismo, en su corte regia no sólo se criaron algunos de los hijos bastardos del Rey Católico, sino los bastardos de otros destacados personajes, como, por ejemplo, los del Cardenal Pedro González de Mendoza, a quien se les llama bellos pecados por una anécdota atribuida a la reina. Fray Hernando de Talavera, que se atrevió un día a expresarle a la reina su disgusto ante el hecho de ver criarse en la corte a lo que él consideraba frutos del pecado, recibió esta respuesta de la reina: "¿Verdad que son bellos los pecados de mi cardenal?", mientras acariciaba a los pequeños. Isabel tenía un elevado concepto de la moral y de la religión, pero a su vez también sabía ser discreta y permisiva con quienes habían caído en los pecados que ella pretendía evitar.

Por éstas y otras razones, en 1957 se inició en Valladolid el proceso de beatificación de Isabel la Católica, presentando como principal argumento estos altos valores morales, alejándose del modelo establecido para estos procesos, que suele estar basado en las experiencias místicas o en la realización de milagros por parte del procesado. V. Rodríguez Valencia, religioso e historiador, dirigió desde entonces y hasta su muerte (1982) el grupo de investigación dedicado a la búsqueda de documentación y testimonios escritos sobre la supuesta santidad de la reina. 

En 1990, bajo la dirección de Anastasio Gutiérrez y José María Gil, se aprobó el llamado Proceso de Valladolid, cuyos 27 volúmenes fueron enviados a Roma para que se estudiasen. El resumen del Proceso, la llamada Positio, fue publicado en 1990, lo que constituye un documento de alto valor historiográfico, si bien siempre encaminado a un fin muy concreto, como es el de demostrar la santidad de Isabel la Católica. En los primeros años del siglo XXI, coincidiendo con los preparativos del Quinto Centenario de la muerte de la reina (2004), se asistió a la reapertura del proceso, en un intento de homenajear esta efeméride con la definitiva beatificación de Isabel.

La amplificación interesada de algunos puntos candentes de su reinado, sobre todo la expulsión de los judíos y el ostracismo al que sometió a Juana la Beltraneja, han aquilatado una especie de leyenda negra sobre la Reina Católica, que supone el extremo absolutamente opuesto al proceso de beatificación y a los intentos por demostrar la santidad de su vida y de sus costumbres. 


Una reina vista por muchas historiografías


Tradicionalmente, la primera biografía de la Reina Católica considerada en términos historiográficos es la del Padre Enrique Flórez, publicada en Madrid en 1790. En ella abundan los panegíricos favorables a la espiritualidad de Isabel, incluido el famoso Ipsa laudabitur (‘Por sí misma será ella alabada’) que ha acompañado desde entonces el devenir de la reina castellana. 

En la misma línea panegírica de alabanza desmedida a Isabel cabe situar los estudios de Juan de Ferreras o de Rafael Floranes, todos ellos dentro del mismo siglo XVIII. Pero el interés crítico por analizar a la Reina Católica comenzó con el siglo XIX, cuando la historiografía peninsular comenzó a recoger los primeros influjos del racionalismo dieciochesco, de ese Siglo de las Luces que hizo prevalecer la razón sobre todas las cosas. Aún sin dedicar ninguna obra específica a la Reina Isabel, fue el erudito baenense José Amador de los Ríos tal vez el primero en desmontar que la expulsión de los judíos de 1492 se debiese a la ira o a la soberbia, sino a un calculado espíritu político de unidad del reino (Historia política, social y religiosa de los judíos en España, 1875-76). 

No obstante, todavía en el XIX prevalecen las loas desmedidas hacia la reina, como las de Modesto Lafuente en su Historia general de España (1850-1867), el primer propulsor de la beatificación de Isabel. En la misma línea laudatoria, pero no exento de un excelente trabajo de documentación a todos los niveles, se halla el primer hito culminante de entre sus biografías: el Elogio de la Reina Católica Doña Isabel. Su autor, Diego Clemencín, secretario de la Real Academia de la Historia, fundió en una misma obra el sentido laudatorio y el sentido crítico en términos historiográficos, de tal forma que su estudio constituyó la primera piedra en la mirada objetiva hacia la Reina Isabel. Buena prueba de la validez y de la monumentalidad del estudio es que aún hoy día, cuando ha pasado más de siglo y medio de su publicación, el estudio de Clemencín todavía es citado y utilizado por todo aquel estudioso de la Reina Católica. Nuevos estudios sobre su vida vieron la luz a finales de siglo, como el de Mariano Juderías (Isabel la Católica, 1859), el de Eusebio Martínez de Velasco (Isabel la Católica. 1451-1504, 1883), y el de Víctor Balaguer (Los Reyes Católicos, 1894); así como los primeros estudios biográficos efectuados por eruditos extranjeros: el del francés Barón de Nervo (Isabelle la Catholique, Reine d’Espagne. Sa vie, son temps, son regne, 1874), el del también francés Gabriell Verdier de Campredón (Isabelle la Catholique et l’unité spagnole, 1868), y el del norteamericano William Prescott (Historia del reinado de los Reyes Católicos, D. Fernando y Doña Isabel, 1855).

Recién iniciado el siglo XX, la figura de la reina Isabel volvió a suscitar el interés sobre todo de las instituciones, puesto que se realizaron diversos actos en conmemoración del IV Centenario de su muerte. En la Real Academia de la Historia, el elegido para el discurso fue el Conde de Cedillo, quien llevó a cabo no sólo el consabido repaso por el reinado de Isabel, sino una valoración ciertamente notable de todos los estudios realizados sobre la reina hasta esa época. Asimismo, el catedrático Fernando Brieva y Salvatierra, de la entonces Universidad Central de Madrid (actual Complutense), dedicó a la Reina Católica su discurso inaugural del año académico 1904-05; por otra parte, el erudito Ildefonso Rodríguez Fernández, autor de la Historia de Medina del Campo (1904), realizó importantísimos descubrimientos de la villa donde nació Isabel ligados al devenir de la reina.

El hispanista norteamericano William Thomas Walsh inició la década de los 30 con la publicación de su estudio Isabella of Spain (traducida al español por Alberto Mestas en 1943, Isabel la Cruzada), que supuso un soplo de aire fresco venido del Atlántico en el monocromo panorama biográfico de la Reina Católica y fue muy citado por los eruditos posteriores. 

La historiografía hispana de la postguerra, comprendida cronológicamente entre las décadas de los 40 y 50 del siglo XX, convirtió a Isabel la Católica en una figura cuasi sobrenatural, y a la época de los Reyes Católicos en un antecedente exegético del franquismo. Conceptos y términos hasta entonces usados por los historiadores para describir el reinado de Isabel I, como, entre otros ejemplos, "unidad nacional" o "cruzada", pasaron a convertirse en vocablos cargados de connotaciones políticas, derivadas de la soberbiosa fuerza de los vencedores en el conflicto, quienes no tuvieron apenas recato en adueñarse para su propio provecho de los logros conseguidos por la Reina Católica, como puede observarse en las intervenciones que eruditos de la época (Angulo Íñiguez, Pemán o el Conde de Altea, entre otros) realizaron con ocasión de celebrar el V Centenario del nacimiento de doña Isabel (1951). 

Pero en el plano de la divulgación, en esta época merece la pena destacar algunas pequeñas obrecillas en tanto que fomentaron durante muchos años el conocimiento que los españoles tuvieron de su pasado; es el caso, por ejemplo, de la obra de Fernando Laína, La reina Isabel (anecdotario de la Reina Católica), impreso en el mismo año del V Centenario del nacimiento de la reina dentro de la famosa colección Libros para la juventud de la madrileña editorial Hernando, con las inolvidables ilustraciones de Rivas. En la misma línea cabe inscribir el estudio del diplomático ecuatoriano J. Salvador de Lara (Semblanza apasionada de Isabel la Católica, 1957), cuya obra se centra en destacar el papel de la reina en tanto conquistadora de América y, por consiguiente, creadora del espacio común iberoamericano. 

De entre toda esta historiografía, aun con sus defectos de politicalización, es destacada la obra de Juan de Contreras, Marqués de Lozoya, Los orígenes del Imperio español. La España de Fernando e Isabel, salida de las prensas en el mismo año en que España finalizaba su fratricida conflicto. Aun con las consabidas consignas de exégesis entre el pasado de los Reyes Católicos y el presente franquista, también fueron notables las biografías de Llanos y Torriglia (1941) y Silió Cortés (1943).

A finales de los años 60 en la historiografía hispana todavía podían encontrarse algunos restos de interesadas y parcialísimas interferencias políticas en el análisis de la reina Isabel, como, por ejemplo, algunos discursos del propio general Franco, reproducidos por Blas Piñar (uno de los ideólogos del franquismo radical) en la revista que entonces dirigía, Cultura Hispánica (1967). 

Pero en la misma época también vieron la luz dos de los más grandes estudios sobre la Reina Católica, caracterizados por la rigurosidad científica y el amplio cotejo de fuentes documentales: el de Antonio Rumeu de Armas (Política indigenista de Isabel la Católica, 1969) y, en especial, la biografía isabelina del Padre Tarsicio de Azcona, que ha conocido numerosas reimpresiones a lo largo de todo el siglo XX dentro de su primigenia editorial, la Biblioteca de Autores Cristianos. La obra del Padre Azcona es fundamental para el conocimiento de Isabel I, y representa en el siglo XX el avance que en el XIX produjo el estudio de Clemencín, teniendo además un mérito mayor, pues se aparta del análisis exclusivamente religioso y espiritual que otros clérigos, como el Padre Cereceda (Semblanza espiritual de Isabel la Católica, 1946) o el Arzobispo García y García de Castro (Virtudes de la Reina Católica, 1961) habían realizado anteriormente. Es la obra del Padre Azcona una completa biografía, rigurosa y concienzuda en el plano historiográfico, de obligada consulta para cualquier interesado en el conocimiento de la Reina Católica.

Los años 70 del siglo XX, en pleno auge de corrientes historiográficas más preocupadas por el la Historia de lo colectivo que de lo individual, vieron recoger varios frutos de enorme importancia, sobre todo los emanados del vallisoletano Instituto «Isabel la Católica» de Historia Eclesiástica, dirigido por Antonio de la Torre y del Cerro, autor asimismo de una ingente cantidad de trabajos sobre documentación de la época isabelina entre los años 50 y 60. Al abrigo de esta institución y de tal director crecieron los más reputados especialistas hispanos en la época de la Reina Católica, como Luis Suárez Fernández, V. Rodríguez Valencia, M. A. Ladero Quesada y Mª I. del Val, autora en 1974 de una biografía de Isabel en su época de princesa de Castilla. Sin embargo, durante los años 70 y 80 primaron los trabajos acerca de aspectos del reinado, sociales, económicos y políticos, así como a la publicación de documentos, dándose prioridad a estas investigaciones y dejando bastante al margen los aspectos biográficos, quizá poniendo un poco de espacio temporal en la abusiva tendencia al ensalzamiento de Isabel I en las décadas anteriores.

Pero los lustros final e inicial de los siglos XX y XXI han vivido lo que puede denominase como un auge de los estudios biográficos sobre Isabel la Católica. Inició el camino Ríos Mazcarelle (1996), continuando con sus estudios sobre la realeza española, y lo siguieron San Miguel Pérez y Peggy Liss (1998) y González Sánchez (1999). Alvar Ezquerra (2002) se preocupó más por los aspectos personales de la reina, mientras que en el 2003 David A. Boruchoff editó una serie de ensayos críticos sobre Isabel, destinados preferentemente a la comunidad académica norteamericana. Enfocado hacia este mismo ámbito, y en línea con el auge de este tipo de estudios en el panorama estadounidense, se halla el ensayo de Bárbara F. Weissberger, que aplican teorías feministas-materialistas al análisis de la imagen que la Reina Católica. De vuelta al entorno académico peninsular, y dentro del año 2003, se sitúa la biografía isabelina del académico Manuel Fernández Álvarez, tan amena, pulcra y documentada como todas las obras de este gran historiador; más erudita y compacta es la del también académico Luis Suárez Fernández, uno de los mayores expertos en el reinado de los Reyes Católicos en conjunto. Ya en el 2004, estimulados por el Quinto Centenario de la muerte de la reina, y además de toda una serie de trabajos colectivos, vieron la luz las biografías de Javierre (basada preferentemente en aspectos espirituales) y de Mª I. del Val, una puesta al día altamente recomendable de todas las tendencias biográficas con respecto a una figura estudiadísima, pero que todavía continúa (y continuará en el futuro) suscitando la atención de estudiosos e investigadores, por la tremenda importancia de su personalidad en el devenir de la Historia.